miércoles, 8 de octubre de 2008

"Alimentos de la tierra", de Pascual García



El pasado 23 de septiembre tuvo lugar en el Museo Ramón Gaya la presentación, de la mano de Soren Peñalver, del último libro de poemas de Pascual García, Alimentos de la tierra. El título nos remite de inmediato al de aquel acendrado poema en prosa publicado por André Gide en 1897, Les nourritures terrestres ("Los alimentos terrestres"), del que treinta años después, en el prólogo de la edición de 1927, Gide confesaría: “Escribí este libro en un momento en que la literatura olía furiosamente a artificio y encierro, cuando me parecía urgente hacerla tocar tierra de nuevo y colocar sencillamente en el suelo un pie desnudo”.

Tal vez cabría preguntarse a qué huele y a qué sabe hoy la literatura; pero lo único que realmente me importa es que, con este libro, Pascual García ha colocado y hundido sus pies desnudos, sus manos desnudas y su alma entera desnuda en la tierra que le vio nacer, crecer y hacerse hombre y poeta.

Alimentos de la tierra no tiene prólogo ni le hace falta en absoluto, porque se abre con un verso impresionante que define y concentra como ningún otro el espíritu y la poética que lo alientan: “El agua de la acequia nos bautiza”. Confieso que después de leer tan magnífico endecasílabo, uno de los más logrados, certeros y sobrecogedores (por lo mucho que me concierne) de cuantos he leído en mi vida, no pude dejar de leer Alimentos de la tierra de un tirón.

Poesía de raíz, de savia, tronco, ramas, hojas, frutos. Poesía telúrica. Poesía con denominación de origen. Un tributo a la tierra que nos nutre y a la casa de quienes, labrándola y regándola, nos alumbraron a la vida.

Sirvan estos dos impecables poemas como muestra:


EL PAN DE LA MERIENDA


Nunca olvidaré que fui un niño entre los brazos
de una madre buena, que recibí sus caricias
en la forma de un don, naturalmente,
como nos llega el aire a los pulmones,
e ilumina la luz de la mañana
nuestro cuarto en penumbra.

Ahora que no está, sé que estuvo siempre entonces,
y que su mano guió mis días con cuidado,
con ternura, como si fueran mías
todas sus horas y todo su afán.
Tengo el olor del pan y de sus manos
como se tiene una reliquia sacra,
y el tacto de su pecho y de sus labios
sobre mi piel de niño amedrentado.

Ahora que no está, sé que permanece cerca,
junto a mi cama en las noches de fiebre,
mientras salmodia unas palabras mágicas
y reza por el niño de aquel tiempo
que soporta la carga de ser hombre,
y que en su memoria y en la mía no se han ido,
continúa en la casa de mi infancia
y me espera como lo hacía entonces
para lavar mi ropa presurosa
y preparar la cena y hablar conmigo.

No importa que no esté porque yo sigo
volviendo a la casa donde vivió ella;
un sillón, una estufa y una mesa
es cuanto queda de aquel tiempo antiguo.
No han pasado los años, ha pasado
aquel tiempo de manos entregadas,
el pan de la merienda
y las mañanas claras a su lado,
el invierno y la escuela,
mientras ando por calles empinadas
cogido de su mano,
bajo un cielo de escarcha y de ceniza,
y convengo en que el futuro no existe,
que todo es ella en ese tiempo justo
y yo soy parte de ese tiempo, de aquella casa,
de la nieve en las frías mañanas de febrero,
de sus manos entregadas y cálidas
en la memoria de su ausencia en vano.


* * *


ANIMALES DE HUMO


Fumaban los hombres en el trabajo
y paraban el tiempo;
se clausuraba la recolección
de la almendra o de la oliva, el tiempo
cesaba en el agua detenida, en los bancales
áridos, en las acequias impuras
de noviembre, donde caían
las hojas del otoño.
También los albañiles,
nosotros los peones
dejábamos la carga y nos sentábamos
a mirar el cielo, tan fatigados
que sólo el humo del tabaco nos consolaba.
Fumábamos los hombres
y se paraba el tiempo;
liaban sus cigarros los ancianos
parsimoniosamente,
como si el rito de sus dedos fuera
una señal del cielo,
y hablaban de otra edad, de otras costumbres,
del trabajo duro, de las mujeres.
Era el humo el olor del pasado
y de la tierra. Parados, fumábamos
mientras caía la tarde en la extensa orfandad
del horizonte. Tosían los hombres
y respiraban humo a medianoche,
pero en la madrugada,
sacaban sus petacas y liaban
cigarrillos de sueño y de fatiga.
La vida no era un cómputo de días,
una sucesión de años sin ventura.
Vivíamos con los pies en la tierra
y el trabajo en las manos, en la espalda,
y un cigarro en los labios encendido.
Después, hemos fumado en el amor
y en la guerra, en lo bueno y en lo malo,
mientras envejecíamos y nada
cambiaba a nuestro lado,
el sabor del tabaco en las mañanas,
el aroma del trabajo y los viajes,
las mujeres y el tiempo, todo el humo
en la desdicha de reconocernos
efímeros, diluidos en el aire,
casi espíritus, mientras tosen los hombres, fuman
y aguardan el amanecer sumisos
como esclavos de la tierra, insomnes,
animales de humo, criaturas de ceniza.


PASCUAL GARCÍA, Alimentos de la tierra.
HUERGA & FIERRO editores, 2008.



Dos momentos de la presentación de Alimentos de la tierra.

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