miércoles, 11 de octubre de 2017

Palabras de Francisco Martínez Cuadrado en la presentación de 'La piel profunda'


[Nunca le agradeceré lo suficiente a Francisco Martínez Cuadrado las palabras que nos dedicó a mi libro y a mí el pasado día 5 en el Museo Ramón Gaya. Aquí las dejo para que quienes las escuchasteis de su propia voz podáis leerlas ahora en soledad y en silencio, pero también para que participéis de ellas quienes no pudisteis venir a la presentación. Sólo diré que a mí me emocionaron hasta el desbordamiento. Juzgad por vosotros mismos.]

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Presentación del libro
LA PIEL PROFUNDA, de SEBASTIÁN MONDÉJAR 
Museo Ramón Gaya, Murcia, 5 de octubre de 2017

FRANCISCO MARTÍNEZ CUADRADO


Tengo el gusto de presentar en este museo Gaya, que merecería mejor trato del que se le viene dando en estos tiempos, La piel profunda, libro de poemas de Sebastián Mondéjar, el quinto que ve la luz. Poeta, músico, pintor… Sebastián es un artista integral, pero, sobre todo, es un artista íntegro que se acerca a la creación desde la más absoluta honestidad. De las muchas definiciones que se han dado de la poesía, la que mejor se aviene con la de Sebas es la que formuló Antonio Machado: “Unas pocas palabras verdaderas”. Es esa verdad poética y vital la que se impone en sus versos, una poesía donde no falta, desde luego el oficio, pero donde se destierra el artificio, poesía que transmite una impresión de sencillez, que no es facilidad, sino naturalidad, observación humilde de la vida y discurrir sereno de la inspiración. Poesía también comprometida, vehículo estético de una ética vital, porque como dice en uno de sus versos “Lo bello está al servicio de lo honesto” (“Víctor Hugo en Jersey”).

La piel profunda nos ofrece un repertorio de temas, debajo del cual subyace una profunda unidad que pretendo poner en evidencia en esta presentación. Por un lado, tenemos poemas que nos hablan del mundo personal del poeta: de sus hijos, de su ciudad, de su hermano. Los poemas dedicados al barrio de San Antón, a sus calles de la infancia son lo más alejado de ese manido localismo que en vano se buscará en los versos de Sebastián. Porque el poeta no solo se refugia en los recuerdos del pasado, en los olores de la infancia (“el azahar de otros tiempos”), en la huerta perdida, sino que tiende su mirada a la cotidianidad, a los “Transeúntes” anónimos, a los coches y los bajos comerciales, incluso a esos chinos que tienen tienda en su calle y en los que acierta a comprender, a pesar de la barrera lingüística, sus emociones y sentimientos, no diferentes de los nuestros (“Pequeña China”).

Los poemas dedicados a sus hijos, así como los que nos hablan de la enfermedad y muerte de su hermano están dotados de una fuerte carga emocional, aunque, o precisamente por eso, el poeta nunca se abandona al exhibicionismo sentimental.  “20 de marzo” es, ante todo, un canto a la bondad humana, al secreto de la filantropía que anidaba en su hermano Jesús, y por eso mismo su emoción es más honda y más sincera. Poesía de consuelo y de esperanza; no de pérdida sino de despedida amorosa.


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Pero Sebastián no es solo, como cabe esperar de un lírico, un poeta del yo, sino, ante todo un poeta del nosotros. Creo que este es su principal valor y su más importante aportación al mundo de la poesía. Tenemos, por un lado, un considerable número de poemas dedicados a los amigos y colegas, a la “tribu”, como él la llama. Compañeros de fatigas musicales en los conciertos o en animadas charlas junto a una hoguera (“Músicos”, “Sol sostenido”, “La tribu”, “Ahínco”). La dedicatoria del libro es clara: “A mi hermandad de amigos, músicos y poetas”. Amigos entre los que el poeta se deja llevar, creándose y creyéndose en ellos (“Amigos”).

Sin embargo, cuando defino a Sebastián como poeta del nosotros no me refiero solo a estos poemas de la amistad. “Me escribo en los demás” (“Dos apuntes para María Teresa”), proclama y, en efecto, nosotros somos todos los lectores, concernidos en una poesía que nos apela continuamente, que nos trata como semejantes y como hermanos (tal como Baudelaire se dirigía a su lector: “mon semblabe, mon frère”), mientras que nos obliga a afrontar las responsabilidades de nuestra vida. En efecto, hay en el libro una defensa de la vida que se transforma en necesidad, en exigencia. Todos tenemos la obligación de apurar esa vida que como inesperado don hemos recibido. Y vivir la vida es hacerlo en armonía con los seres que nos rodean, seres de los que en realidad formamos parte: la piedra, la flor, el cielo, la nube, el mar, especialmente presente en el libro, un mar concreto, reconocible en sus lebeches y sus gaviotas. Hay un poema titulado precisamente "Concordia", hermosa palabra derivada de cum- con-, ‘unidos, juntamente’, y cor, cordis, ‘corazón’: la concordia es la fusión de los corazones en uno solo, como cuando describiendo una gaviota, escribe: “Siento que con sus alas acompasa / el pulso mudo de mi corazón” (“Suspensión”).

El poeta nos llama a fundirnos con el mundo circundante, pues tanto nosotros formamos parte de la naturaleza, cuanto la naturaleza forma parte de nosotros:

¿No sois también mi cuerpo?
¿No sois también mi alma?

le dice a unos “Girasoles”. E insiste en otros poemas:

Todo el cielo en mis ojos.
Todo el mundo en mi oído (“De camino”).

Todo cuanto habitamos nos habita.
Somos huella del paso que hemos dado.

De ahí la necesidad de diluirse en ella:

Desdibújate en savia, tallos,
brotes y hojas hermanas…  (“Parsimonia”).

Fúndeme con el aire y con la luz (“Rezo al sol”).

Otras veces, las propias cosas nos llaman, nos impelen a actuar, a darles la voz que ellas no tienen. Lo vemos en el poema “Víctor Hugo en Jersey”:

Hay horas en las que parece oírse
murmurar a las piedras
contra la lentitud del hombre:
¿A qué esperáis para esforzaros?
Andar, correr, volar, esa es la ley.
Vivir es el deber de todo.

Alcanzamos así a penetrar los hermosos misterios de la vida y de la naturaleza: la luz que nos atraviesa, el silencio del cactus al crecer, la paz solitaria de las playas y de las flores.  Soledad, silencio, paz, los tres dones que pide también para su hijo en el impresionante poema que le dedica (“Versos para mi hijo”).


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El silencio ocupa un lugar primordial en el libro. Parece una paradoja que un poeta y un músico aspiren precisamente al silencio. Para el caso de la música, la paradoja se resuelve ya en la cita inicial de Ramón Gaya:

La música verdadera… no es algo que suena y que sucede en el tiempo… [es] algo que ya existe, sin duda, antes de sonar… en una especie de silencio vivo.

En cuanto a la poesía, el libro proclama el rechazo de la palabrería, de la grandilocuencia tanto retórica como personal:

Un poeta no es una luminaria
ni porta antorcha alguna; es, a lo sumo,
… una ventana
que no estorba a la luz (“El poeta”).

Preferiría el poeta no tener siquiera que escribir, dejarse atravesar simplemente por esa luz:

Ya casi nunca escribo mis poemas.
Los vivo, me atraviesan, me circundan.

E insiste:

No son tan necesarias las palabras…
Todo lo que escribo es un silencio… (“Dos apuntes para María Teresa”).

Y en otro poema todavía aúna silencio, música, poema y vida, cuatro pilares de su poética:

Yo quiero que la vida sea una música,
un abrazo por dentro.
Yo quiero que la vida sea un poema
que se escribe a sí mismo. (“Un lugar para el alma”).

Parece que en este camino hacia una poesía del silencio, el poeta ha decidido hacer estación en el haiku, esa breve composición que concentra en diecisiete sílabas un destello de esa luz que debe ser la poesía. Sebastián llega de un modo natural al haiku a partir de la copla, especialmente de la soleá, que ya había cultivado en su anterior libro Coplas de arena y del que ofrece alguna muestra en el poemario, como “Intromisión”, o “Escala natural”, formado por haikus que poseen la asonancia de la soleá.

Hay una nutrida colección de haikus en el libro, incluso poemas formados por tres o cuatro de ellos utilizados como forma estrófica. Se une también el haiku a una presencia de lo oriental que se desarrolla en una media docena de composiciones que son versiones de antiguos poetas chinos. Como cabe esperar no hay en estos poemas ningún deseo de exotismo ni de erudición poética. El haiku nos descubre una naturaleza al mismo tiempo sencilla y deslumbrante, tan cercana a los poetas japoneses como pudiera estarlo del Canto de las criaturas del santo de Asís, cuyo ideal de sencillez y armonía natural no es muy diferente del que descubrimos en este poemario.  Ocurre también con los dos poemas inspirados en cantos navajos, donde no se busca lo diferente y extravagante, sino precisamente lo que hay en ellos de universal, de anhelo humano de armonía, felicidad y belleza. Lo vemos, por ejemplo, en “El coro”: inspirado en un canto navajo, alberga también dos haikus y algunos endecasílabos, siempre excelentes en la pluma de Mondéjar. La tradición literaria de tres continentes se une en este poema, en un proceso que debe ser lo que los músicos llaman fusión, aunque lo que realmente le importa al poeta no es lo extraño y peregrino, sino lo que me atrevo a llamar el universal humano.

De silencio se forma también esa piel profunda (nueva paradoja, pues asociamos la piel con lo superficial, lo epidérmico), que da título al libro:

Un silencio tras otro.
Una cueva dentro de otra cueva.

Esta piel es su frontera y su reverso, su corazón callado. Es, sobre todo, la conciencia del poeta. La componen capas de pensamiento y de vida, pues si, por una parte, está formado por la introspección y la mirada interior, por otra se teje con los hilos de la vida, tanto la que se descubre en la armonía con la naturaleza, como la que es suma de todas las vivencias cotidianas, de las cosas menudas pero importantes de nuestros días. En este sentido me parece especialmente revelador el poema titulado “Tejido”: el tejido de esa piel profunda es la lluvia y las hojas, pero también los hijos y sus problemas, los ruidos de la calle, hasta la voz de un camarero, porque nada es intrascendente en el mundo que se nos ha dado vivir:

Todo se mezcla, todo se sucede,
todo late en mi piel como una música
que escucho y hago mía en el silencio.

Esta es la esencial unidad del libro a la que me refería al principio de la presentación. Volverá a reunir estas ideas en el poema que cierra el libro “Coda”, donde incluye también esa apelación al lector, al nosotros esencial de su poesía. Pero este poema es tan importante que creo que corresponde leerlo al propio poeta.


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He intentado ofrecer en esta presentación una lectura e interpretación personales del libro de Sebastián Mondéjar. Quedan otros aspectos del poemario por explorar: los temas de la desposesión y la desnudez, de la memoria (en el excelente “Parsimonia”) y, desde luego, de la música, sobre la que he pasado de puntillas en esta presentación, pese a su importancia.

Y, por supuesto, quedan otras lecturas, convergentes o no con la que yo he hecho. Por eso os invito a todos a sumergiros en esta piel profunda, a leer estos versos, que Sebastián nos ofrece —y termino con un verso suyo—  como las flores sus pétalos: “lo más bellos y exactos que se pueda”.


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[Fotografias: Raspabook.]

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