El pasado día 11, auspiciado por la Feria del Libro y el Aula de Poesía de la Universidad de Murcia y con el salón de actos del Museo Arqueológico a rebosar, tuvo lugar el esperado acto de presentación del monográfico que la veterana revista literaria digital El coloquio de los perros ha dedicado al escritor, poeta, ilustrador y profesor José Óscar López (Murcia, 1973-2024). Una labor titánica, modélica, minuciosa y absolutamente altruista, e incluso diría que sin precedentes en nuestro picoesquina cultural. Y un regalo impagable de Ángel Manuel Gómez Espada y Juan de Dios García (artífices de la revista desde hace veinticuatro años, grandes amigos y hermanos de generación de José Óscar) en el que también se han involucrado a tope amigos y escritores de su círculo más íntimo (Antonio Aguilar, José Daniel Espejo, Diego Sánchez Aguilar, Alfonso García-Villalba, Alberto Chessa...); un regalazo, digo, para sus lectores de siempre y los muchos nuevos que sin duda habrán de venir. El acto de presentación fue literalmente sobrecogedor y es ya, como la estela que ha dejado José Óscar, memoria imperecedera para quienes asistimos y participamos en él.
José Óscar y yo nos conocimos personalmente hace veinte años, aunque nos conocíamos de vista desde hacía algunos más. Él era ya un treintañero; yo, casi un cincuentón. Fue en el IES Licenciado Francisco Cascales, donde por aquel entonces José Óscar daba clases de Lengua y Literatura y yo impartía un taller extraescolar de percusión. Un día, a principios de curso, mi hija Elena, alumna suya en 4° de la ESO, llegó a casa y me dijo: «Qué fuerte, papá, mi profe de Lengua ha escrito esta mañana en la pizarra una copla tuya.* Ha preguntado de sopetón si sabíamos de quién era y, como nadie decía nada, me ha mirado a mí, pero yo estaba distraída y no he sabido reconocerla. “Pero… Elena, Elena, ¿es que no lees las coplas que escribe tu padre?”. Jajaja...». «Qué fuerte, sí... ¿Entonces, ¿te cae bien? —le pregunté— ¿Es buen profesor?». «Sí. Es muy simpático. A ti también te caería bien. Se llama José Óscar».
A los pocos días pedí cita con él (era también el tutor de mi hija) con la excusa de interesarme por su rendimiento. La tarde concertada, a la hora de la siesta (casi todas las citas con tutores y profesores tenían lugar por la tarde), entré en el aula en que me esperaba, solo, hojeando un libro, sentado sobre la mesa. De inmediato se levantó para recibirme, sonriéndome desde el primer momento. Nos dimos un apretón de manos. Se me antojó un espíritu tímido, hipersensible, atemporal; lo primero que llamó mi atención fueron sus ojos, su mirada franca y radiante; por su aura y por su aspecto —barba, cabello algo desgreñado, camiseta oscura y pantalón vaquero— me recordó un poco a Juan Ramón Jiménez y otro tanto a Bukowski. Durante más de una hora hablamos de todo menos de mi hija. Fundamentalmente, claro, de poesía. Y de poetas. Lo había leído todo. Conocía al dedillo, para mi asombro, los tres libros que yo había publicado hasta entonces. A partir de ese encuentro comencé a leerlo. No hacía mucho que había publicado su poemario Agujeros en la Editora Regional, así que me hice con él. Fue lo primero suyo que leí y me pareció un hallazgo; descubrí a un poeta profundo, lúcido, moderno, deliberadamente delirante. Acostumbrado a los temas y la música de la poesía figurativa prevalente (tan previsible, racional y canónica, salvo excepciones), se me abrió un universo nuevo, osado, crudo, onírico, diverso, afrodisíaco: ¡un mundo flotante! Con el tiempo, compartimos lecturas, correos, comentarios en nuestros respectivos blogs (que entonces eran nuestras redes sociales personalizadas) y no pocos encuentros esporádicos, casi siempre en actos literarios y bares como El Sur, La Puerta Falsa, Ítaca, El Albero o Zalacaín; incluso compartimos las páginas de alguna que otra publicación.
Tras aquel primer y fructífero encuentro con José Óscar, al resto de poetas de su círculo fui conociéndolo por generación espontánea. Desde mediados de los noventa ya conocía personalmente, sin ubicarlos en este o aquel grupo, a Héctor Castilla —a quien hoy considero el miembro más veterano de esa tribu— y a un jovencísimo Antonio Aguilar. En abril de 2004 participé en el primer número de la memorable revista de poesía Hache, exquisitamente editada por Héctor y magistralmente diseñada por Cristina Morano. En ella compartí sus paginas con Javier Moreno, Andrés García Cerdán, José Daniel Espejo, Diego Sánchez Aguilar, Ángel Manuel Gómez Espada, Antonio Lucas y Antonio Aguilar, entre otros poetas de mi generación y generaciones próximas a la mía (Javier Orrico, Javier Marín Ceballos, Antonio Gras, Antonio Marín Albalate, José Antonio Martínez Muñoz...). Un año después, en marzo de 2005, José Óscar colaboraría en el segundo número con tres poemas, entre ellos el titulado “Vía Láctea”, que trece años después formó parte, levemente modificado y bajo el título “Hotel Vía Láctea” (el elegido para el monográfico), de su magnífico poemario Animal fabuloso (Chamán Ediciones, 2018).
En El hombre turbina, el más reciente de los textos con los que ha contribuido en el monográfico, Diego Sánchez Aguilar afirma que José Óscar «era el mejor poeta que he conocido, el más genial e imaginativo autor de relatos, creador de mundos. Esto debería terminar aquí. Este artículo, este loquesea, debería empezar y terminar diciendo exclusivamente esto: José Óscar López era el mejor escritor de todos nosotros». No soy dado a establecer ningún tipo de podio, y menos tratándose de una generación que me ha dado tantas alegrías; sin duda, la que más me ha hecho vibrar —y rejuvenecer— en las dos últimas décadas. Pero creo que ha de tenerse muy en cuenta que un escritor de la talla de Diego Sánchez Aguilar afirme con tal rotundidad algo así sobre un escritor de la talla de José Óscar; quiero decir que no puede atribuirse solamente a la vieja, sana y profunda amistad que los unía. Con ese “todos nosotros”, Diego, claro, se refiere a su círculo de amigos y compañeros de generación. El caso es que otro escritor de la misma —no revelaré quién— me dijo hace unos años: “Yo diría que el mejor poeta de mi generación es José Daniel Espejo”. Y digo yo: ¿no será que todos y cada uno de ellos pueden ser “el mejor", que se van alternando en ese podio subjetivo? Y es que en mi opinión son todos buenísimos, poetas y escritores verdaderos, diferentes entre sí pero complementarios, y forman una de las tribus literarias más nutridas y capaces que ha dado nuestro picoesquina; una tribu, por otra parte, con innegables pulsiones, gustos y rasgos comunes, regida por un mismo compromiso y una misma educación sentimental. Pocas veces (o ninguna), insisto, ha tenido lugar en la historia de nuestra literatura una conjunción de semejantes proporciones. No sé, pues, si José Óscar es objetivamente “el mejor” de todos ellos; para mí, pese a la diferencia de edad, fue y seguirá siendo un amigo generoso y un escritor colosal que nunca deja de moverme, conmoverme y darme ejemplo; pero sí que me atrevo a asegurar que toda su vida ejerció de faro, puerto, catalizador, de guía espiritual de sus compañeros de generación, como una suerte de chamán de esa gran tribu. De ahí el doliente vacío que ha dejado en todos ellos y de ahí el emocionado y justo homenaje que con tanto amor le han tributado.
No dejéis de adentraros, no os perdáis ni una coma. Y no os privéis nunca de leer a José Óscar López.
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