sábado, 2 de julio de 2022

Antonio Gómez Ribelles: 'Las lagartijas guardan los teatros' (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021)

 



La arqueología de la memoria


Aquel largo pasillo desemboca 
en una habitación igual a tantas 
que no existen
[Manuel Padorno]

También hicimos visitas fantasmales, y la escalera 
Que nos conocía, nos encontró de nuevo en el descansillo, 
Llamando a las habitaciones vacías, en busca de belleza sepulta.
[Ezra Pound]

Hoy no tenemos más noticias del sol 
duermen 
en la penumbra subterránea  
todas las lagartijas 
[Aníbal Núñez]


El pasado martes, 14 de junio, tras dos intentos anteriores fallidos por culpa –cómo no– del coronavirus, pudimos por fin asistir a la presentación en Murcia de Las lagartijas guardan los teatros (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021), del artista plástico –como él prefiere llamarse– Antonio Gómez Ribelles (Valencia, 1962); un libro en todos los sentidos extraordinario y todo un acontecimiento editorial, pues se trata del segundo libro publicado, ya en plena madurez, por un pintor y profesor de Artes Plásticas de muy larga trayectoria, pero también el primero enteramente literario (sin imágenes ni composiciones pictóricas) que saca a la luz. Antonio Gómez siempre ha compaginado su profesión con la escritura en sus más variadas vertientes: poesía, relato, crítica, pensamiento, diario personal..., pero de ella sólo hemos venido conociendo algunas muestras en sus exposiciones y en los catálogos de sus obras.

Según contó Antonio, el libro fue propuesto y alentado por su editor, el también poeta y librero Vicente Velasco Montoya, y es el octavo y último de una colección cerrada, nacida en exclusiva para un puñado de escritores previamente advertidos por él. Una iniciativa personal que merece ser destacada y aplaudida. La Estética del Fracaso ya no existe, pues; nació para ser una editorial efímera. 

El acto tuvo lugar en el Museo Ramón Gaya y convocó a un considerable número de aficionados, escritores, poetas, pintores, profesores, familiares y amigos del autor. Por un momento nos pareció que seguíamos en la vieja normalidad y que la pandemia había sido un mal sueño. La encargada de presentar el libro y acompañar al autor fue una gran amiga común: la poeta Carmen Piqueras. Tras hacer una breve y poética semblanza de Antonio, Carmen pasó a preguntarle sobre el libro, las motivaciones que le llevaron a escribirlo y su proceso de creación, con lo que de inmediato se entabló una conversación en la que los asistentes fuimos invitados a participar. Y eso hicimos unos cuantos, intentando desentrañar los temas y porqués esenciales del libro y las sensaciones que su lectura nos había suscitado. Volaron los minutos, quedaron no pocos asuntos en el aire, pero el diálogo que se generó fue absolutamente franco, ameno y esclarecedor.

Fueron muchas las aportaciones, pero destacaré una que dio especialmente en el centro de la diana: “Antonio se ha negado poeta durante muchos años, por considerar que la palabra es imagen y la imagen tiempo recogido en la pincelada“, había señalado Carmen Piqueras en sus palabras iniciales. Antonio Nicolás, profesor y técnico superior de infraestructuras en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Murcia, redondeó esta idea al hacer notar el carácter netamente visual, secuencial, cinematográfico de la escritura de Antonio Gómez, y éste reconoció que como pintor piensa en imágenes y que cuando escribe lo hace también a partir de ellas. Imágenes que en el texto se convierten en algo que, quienes la conocemos, ya hemos advertido en su pintura y en sus exposiciones: una sucesión que narra o sugiere una historia fragmentaria, con sus certezas y sus incógnitas. En su primer libro, Quiromante, un libro de imágenes (Calblanque, Cartagena, 2017), Antonio Gómez hacía ya hincapié en que los textos intercalados entre las imágenes “son ilustraciones literarias, la palabra escondida en la imagen o en sus huecos".

Una de las preguntas de Carmen Piqueras a Antonio Gómez fue precisamente: “¿Cómo conviven el pintor y el poeta?”. Pintores que escribieron o escritores que pintaron ha habido muchos en la historia; a bote pronto me vienen a la memoria Frida Kahlo, Remedios Varo, William Blake, Benito Pérez Galdós, Castelao, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Jean Cocteau, Herman Hesse, Manuel Padorno, Ramón Gaya, Miquel Barceló... Alberti dijo alguna vez que él no hacía distinción entre pintura y poesía, línea, expresión gráfica y palabra. Salvando las diferencias entre ambos, esa idea casa muy bien con la forma de trabajar de Antonio Gómez. Antonio es un pintor que escribe; es más: un pintor que escribe cuando pinta y un escritor que pinta cuando escribe. Su pintura es una suerte de escritura y viceversa. Dicho de otro modo: la escritura es para Antonio Gómez una materia, una textura, una paleta de colores más; y la pintura, como se reivindica en este libro, otro modo de nombrar. 

* * *

Las lagartijas guardan los teatros es un libro híbrido –poemas y prosas de varia extensión– que da fe de una poética plenamente cimentada y personal, cargada de evocaciones e invocaciones muy próximas (por no decir inseparables) al modo en que Antonio Gómez observa e interpreta el mundo a través de la pintura y las artes visuales, igualmente híbridas en cuanto a soportes, técnicas y procedimientos y en las que intervienen con un protagonismo especial la fotografía, el dibujo, las transparencias y las veladuras. 

El libro está dividido en tres secciones: La casa, Ciudades y Las lagartijas guardan los teatros. Durante la presentación, Antonio Gómez aclaró que la casa es el mito; las ciudades, el territorio; y las lagartijas que guardan los teatros, la estructura. Pero la casa, como símbolo, como mito, está presente en las tres; las lagartijas se dejan ver ya en la primera sección y las ciudades se reparten de uno u otro modo a lo largo de todo el libro. 


(“TROYES”)

Éste se inicia, sin embargo, a modo de umbral, con un breve poema solitario titulado “Troyes" que viene encabezado por una cita del escritor argentino Guillermo Saccomano: “Es saludable olvidar, no se puede vivir todo el tiempo en la memoria". El primer verso del poema aparece en cursiva y tiene también trazas de cita literaria: Troyes musitaba palabras, musitaba palabras... Antonio Gómez reveló que ese primer verso es la transcripción, casi en sueños, de una frase referida al trovador Chrétien de Troyes. La escuchó una noche en la radio por azar, en plena duermevela, e irrumpió en su mente como una aparición verbal y cognitiva que le hizo interrumpir el descanso y anotarla. “Para mí –dijo– era sólo una imagen, porque los sueños suceden en imágenes”. El verbo se hizo carne. Se hizo imagen consciente. Esas palabras hicieron que la mente de Antonio Gómez compusiera una escena. ¿Reconoció de inmediato en Troyes al poeta medieval? ¿Lo visualizó así, musitando palabras, contando incluso sílabas con los dedos? ¿Qué rostro, qué vestimenta le puso? ¿Fue una imagen fija o en movimiento? ¿Qué otros elementos completaban la estampa? Sólo él lo sabe, si es que aún la conserva en la memoria. 

A mí, la lectura de ese primer verso me obligó a detenerme, pese a que conocía la existencia de Chrétien de Troyes y la ciudad que lo vio nacer. Pensé instantáneamente en el primero, pero consideré también la posibilidad de que Troyes aludiera a un personaje de ficción del propio Saccomano, a quien aún no he leído. Por otra parte, son varios los poemas que llevan por título el nombre de una ciudad, y era lógico pensar que éste también. Al hacerme esas preguntas me formé, pues, tres imágenes distintas: la de un poeta ensimismado susurrando versos; la de un personaje sin rostro de una novela de un autor que aún no he leído; y una panorámica de la ciudad de Troyes con su tejido de sonidos y trajines casi formando, pronunciando, musitando palabras al oído. Todas me parecieron posibles o creíbles, pero la ultima se me antojó la más poética. A fin de cuentas, ¿qué sería de un verso, un poema o un libro sin lectores? Al leer, el lector también juega, toca, pinta, escribe, crea. Cada lector añade algo distinto a un libro y lo transforma.

De modo que, nada más abrir la puerta, el lector es advertido por una cita que cuestiona el mismísimo hilo conductor, la materia prima del libro y de la mayor parte de la obra de Antonio Gómez Ribelles: la memoria. “Es saludable olvidar”. Y el primer verso del primer poema le plantea un enigma que le obliga a detenerse y preguntarse. Traspasado el umbral, al margen de la imagen y la composición que se haya formado, a estas alturas el lector ya sabe que este primer poema contiene enteramente la poética del autor: Tal vez el bosque, el paisaje, la casa te den una ubicación. (...) Tal vez una palabra... (...) Todo es lábil // y los lugares cambian de estado como los insectos / voladores cambian su punto de equilibrio y se desplazan. Nada es firme, todo es inestable; no pocas veces, incluso contradictorio; hasta el punto de que en “Un poco de aceite” (el poema que cierra la segunda sección) Todo se deshace con un remedio eficaz. / Todo se recompone; y en el poema “Mirar” (tercera sección) nada se restituye.


(LA CASA)

Desde hace años, la casa, la ciudad, la memoria y sus vaivenes, los rastros y estragos que el tiempo va dejando en ella, vienen siendo las constantes principales de la prolífica obra pictórica de Antonio Gómez, empeñado en trazar como un cartógrafo un posible mapa de su memoria personal (memoria de lo vivido, pero también de lo no vivido) y en exhumar como un arqueólogo los vestigios y fragmentos que le permitan enfocarla, documentarla, reflejarla, proyectarla..., por decirlo en su sentido más visual (su obra plástica tiene mucho de poesía visual); concediéndose además toda la libertad posible para descifrar, recrear o reflejar los huecos y las ausencias, dejar o no constancia tanto de lo encontrado como de lo perdido por el camino. 

Por diversas circunstancias, la vida de Antonio Gómez fue durante muchos años la de un nómada, especialmente durante su infancia, adolescencia y juventud, lo que ha dejado tras él una estela de desarraigo. Todo es buscar el sitio al que perteneces, había escrito en “Troyes”; pero en el primer poema de esta primera sección (“La casa”) reconoce: Siempre nos repetimos, intentando recuperar algo de todo aquello, (...) No merece la pena escribir, solo buscar / otra manera de crearlo; y en el texto siguiente (“Habitar”): El problema de la casa, de mi casa, es que no existe; lo que le hace concluir que no se trata de habitar, no es eso, no es eso... 

El tercer poema (“Retrato”) es una écfrasis inspirada por el Retrato de Giovanna Tornabuoni, de Domenico Ghirlandaio, en la que el poeta se desdobla en creador y espectador. En realidad, todos los textos del libro son écfrasis, ya que Antonio Gómez piensa y escribe, como hemos señalado, a partir de imágenes. En la écfrasis no cabe la imitación, sino la interpretación, la enunciación, la intertextualidad, y suele desvelarnos menos sobre una obra de arte que sobre el sujeto que la contempla. En su abstracción, Antonio Gómez se autorretrata reflexionando ante una obra de arte sobre el arte en sí. En el cuadro figura este texto latino: Ars utinam mores animumque effingere posses, pulchrior in terris nulla tabella foret, tomado de un dístico del poeta Marcial; pero al copiar el epigrama, Ghirlandaio, a propósito o por descuido, sustituyó la terminación verbal (posset por posses) y convirtió la tercera persona en segunda y el hexámetro en una exhortación exclamativa: “¡Arte, ojalá, pudieras plasmar el carácter y el alma!”. Sin duda era ésa la aspiración de Ghirlandaio, y tal vez creyó haberla alcanzado con este retrato. Pero para Antonio Gómez Siempre hay un lugar de soledad inexpugnable (...) donde nadie ajeno es capaz de entrar (...) sin caer en la ficción, y los artistas construyen su visión y su memoria a nuestra costa. (...) Somos la memoria de los demás (...) Y fuimos lo que no contamos, lo inenarrable por principio...

La casa, como símbolo, está íntimamente relacionada con el pensamiento y con el cuerpo; en ella están representados todos los estratos de la psique, siendo la escalera el nexo de unión entre ellos. En la casa se sueña, se recuerda, se nombra, se comparte, repetimos nuestros actos, se abren los cajones y Los recuerdos tienen un espacio y una imagen, (...) El pasado se esconde en el objeto (...) La realidad es un escenario que diseñamos sobre el sonido de las palabras, (...) el nombre una vez más que viene hacia nosotros, el pensamiento en una imagen convertida en voz (“Huecos”), una imagen que es un eco (“El eco”). Una casa lleva a otra, y ésta a otra, a todas las casas que hemos habitado y nos habitan; a veces –¿a quién  no le ha pasado?– incluso a la casa equivocada en una calle equivocada (“El error”). Lo cierto es que el verdadero espacio, la casa de la que hablamos, sigue dentro de nosotros, permanentemente habitado en el pequeño teatro de la memoria. Guardado por lagartijas. (“Lo real”). Es la casa en la que el dinamismo del recuerdo y la imaginación contrasta con el estatismo de las fotografías familiares: dos niños fantasiosos e infatigables que en la memoria se balancean y saltan de un sillón a otro cuelgan ahora de una pared, los dos sentados, (...) Quietos en un sofá (“Una fotografía”); la casa en la que, por fortuna, a veces, durante un instante eterno, nos visita una luz y todo encaja: Cuadra la rotación del mundo con un rayo de sol / que toca hoy por fin en la ventana y la atraviesa. (…) Cuadra el solsticio de esta casa /con la pared encendida, con el sol / que visita los lugares correctos en el tiempo (“La luz, ya"); la casa en la que darle a los recuerdos un tiempo que haremos nuevo cada vez (“Deshacer la casa”).


(CIUDADES)

La ciudad simboliza el orden, la ubicación, el territorio, y forma parte de la geografía y el paisaje. Esta sección se inicia con una sucesión de recuerdos de una infancia que podría ser la mía, porque forman también parte de la memoria colectiva de muchas generaciones: un aula donde aprendí la forma de las letras y en la que el mundo se llenaba de arañazos en el pupitre, manchas de tinta y frío (“Aula"); un espacio de orden alfabético (“La forma de las letras") o, como dice en “Partícula de prueba”, un lugar donde el orden de una clase imponía el orden del mundo y la educación era impartida por un cura, pantalla negra que da ordenes, manda silencio, cuenta cuentos mentirosos y esconde la realidad con su sotana, castigando, atemorizando y poniendo límites a la mirada, al tacto y al pensamiento; una cárcel, en fin, de la que había que huir y de la que sólo nos liberaría el espacio sin normas del mundo alrededor; porque Siempre supimos que había mundo más allá de las buenas conductas, películas, revistas y libros prohibidos dispuestos a reventar lo que había de sagrado tras la puerta del patio; había, sí, otros mundos que nos ayudaban a Salir de la realidad, buscar la interferencia, vivir lo real. Nos permitíamos entonces hacer cosas incomprensibles, absurdas y crueles, como cazar y destripar lagartijas o esperar sentados en la orilla de la carretera a que algún coche pisara el estiércol de algún caballo. Así llenábamos no sólo el tiempo, sino también el lugar que habitábamos (“Partícula de prueba”).

De súbito, como en el cine, un salto temporal. Pasados los años, aquel muchacho es ya un hombre adulto y regresa a la ciudad, al barrio y a la casa de su infancia acompañado por su pareja, “Ella", la que está hoy a mi lado. Él recuerda una escena terrible con unos perros, Lo más cercano a los lobos que yo he vivido. Lo más cercano al terror cuando volvías tarde a casa. Ella no vivió todo aquello, pero espontáneamente él le pregunta: ¿te acuerdas de cuando me sentaba aquí? Ella responde: Claro que me acuerdo, me lo has contado. Más allá de los reflejos, la gracia y la complicidad que hay que tener para responder eso, ¿hasta qué extremo nuestra memoria personal es capaz de invadir o ser invadida por la de otros?

Pero en este regreso a la ciudad de la infancia también hay desazón y desengaño, porque nada hay más terrible que reconocer todo como era, menos nosotros (“Documentarse”); de ahí que Sólo me salvan las ciudades cuando ya no estoy en ellas (“Cuenca”). Dicho y hecho. De vuelta en su ciudad actual y en sus rutinas, el caminante, acostumbrado a seguir siempre los caminos más cortos, se imagina eligiendo caminos absurdos para llegar al mismo sitio, (...) el más largo, el que más esquinas doble (...) o el que te lleve en verano por las calles más soleadas, sin sombrero; y piensa en lo absurdo no sólo del camino, sino en lo absurdo de la acción, ir, cuando en realidad me gustaría volver por otro camino, y en la importancia del tiempo durante el trayecto como en la necesidad de un tiempo de estar quieto (“Caminos”).

La memoria es una caja de cartón que guarda en su interior fotografías, como piezas de un puzle desordenado a partir del cual podemos revivir nítidamente momentos muy precisos de nuestra vida; pero siempre faltan piezas del rompecabezas y otras muchas no terminan nunca de encajar del todo. En “Deconstrucción”, todas esas imágenes se desvanecen; la caja de cartón se ha convertido en una cámara fotográfica en la que habitan los ácaros, y ello afecta a la película, a las imágenes que capta y a todos los álbumes donde se conservan: devienen con el tiempo en superficies llenas de huecos que acaban por hacerlas desaparecer; pero lo que podría ser considerado una tragedia o una pérdida se vislumbra como una redención: la memoria descubre que es libre para cambiar sus recuerdos a voluntad.


(LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS)

Cuando leemos este título, ¿en qué lugar, en qué estructura, en qué región mental nos adentramos? ¿Qué lagartijas, qué teatros son esos? Yo vi de inmediato las ruinas de un teatro griego o romano y, sobre ellas, numerosas lagartijas tomando el sol. Y, en efecto, en “Piedras blancas”, el primer poema de esta tercera sección, el poeta nos transporta –si no recuerdo mal– al teatro greco-romano de Taormina, en Sicilia, donde las lagartijas le hacen recordar todas las lagartijas que han pasado por su vida: Son las mismas, son clones / de lagartijas que se paran al sol / y corren si te acercas. Se desprende del jersey y se sienta sobre una piedra. Tres puntos suspensivos separan la última estrofa del resto del poema: Hoy ha nevado el Etna / el frío y la lluvia duelen. / En las ruinas no corren / las lagartijas, / no hay piedras calientes, / hoy viven en las sombras. Contra todo pronóstico (sol, ruinas, piedras calcinadas, lagartijas), en esta última sección abundan el frío, el hielo y la nieve. Quiero hacer notar la enorme similitud plástica y sensorial de esta última estrofa con la tercera de las citas que encabezan este escrito, unos versos de Aníbal Núñez pertenecientes a un poema de juventud titulado “Canción del otro día paseando por el cementerio”. Sucede que, a veces, las lecturas mas diversas se conjuran para hablarnos de lo mismo. Llevo siempre varias lecturas entre manos. El azar quiso que cuando Las lagartijas guardan los teatros llegó a ellas estuviese leyendo a Aníbal Núñez, Manuel Padorno y Ezra Pound, entre otros. De repente, así de mágica e imprevisible puede llegar a ser la poesía, los versos de estos tres poetas tan distintos comenzaron a aliarse, a dialogar con los de Antonio, apoyándose unos en otros hasta el punto de llegar a hablar de lo mismo. He querido dar fe de ello con las citas.

Citas como esta de Concha García que preside el poema siguiente (“Frío”): “Procedemos de lugares / donde no nos dejaron detenernos”. En este poema, rodeado de nieve, el poeta siente que El frío es hueco (...). Solo el polvo cae como una derrota, y despierta en su recuerdo a los muertos que nos preceden. A partir de aquí, la escritura, las palabras, los nombres de las cosas, adquieren un nuevo protagonismo que pone de relieve su aleatoriedad, su inconsistencia, su impostura: no hay verdad en lo que escribes. Y el poeta reivindica la supremacía de la imagen. Se cumple así el propósito: que la palabra no diga nada, que no sea palabra; sino únicamente La imagen que volvió serenos a los hombres, les dio calma (“Que no sea palabra”); un hueco en el que respirar, un vacío entre mi mano y la taza (...) un vaho ligero en el que nada tenga voz ni nombre (“Imagen"), porque Nombrar es poseer / crear de nuevo lo que ya existía. / Dibujar es dar nombre a lo visible (“Ruina”). Leyendo el poema “Imagen” recordé la importancia que le daba Pessoa a “los intersticios del conocimiento”. A ellos aludió José Ángel Valente en Elogio del calígrafo: «Tal es el lugar. Ahí precisamente, en ese espacio intersticial, en los intersticios del conocer, está el poema, la obra de arte, un “clasificable desconocido” o ignorado o esencialmente ignoto, que irrumpe en los lugares intermedios, en los lugares de mediación, lugares de alto riesgo...».

El mundo se vuelve gris, y luego azul, y por fin blanco, el blanco aplastándolo todo. Y el poeta se pregunta: ¿Dónde van los colores que se pierden? (“Blanco”) y se ve inmerso en una nada que antes, cuando intentaba ser como un colono, no existía. Entonces leía en las piedras, escribía en ellas, o las coloreaba y sepultaba esperando el regreso (“Colonos”). Perdido el interés por lo nombrado (“Placas azules”) llega la desubicación: Tengo un plano acabado de la casa / (...) No sé colocarme en él (“Dibujando planos”). Solución: el aislamiento, recogerse de nuevo en la intimidad del hogar (el jardín cerrado, el pensamiento), la soledad compartida únicamente con los suyos: De nuevo dentro, en el lugar, protegido de la intemperie, / (...) Y la ventana el acuerdo, poder mirar fuera. Y que desde fuera alguna vez te vean “(La timidez”), sin “nada de qué hacer gala”, como reza la cita de Vladimir Holan que abre el poema “A very gallant gentleman”, que concluye con estos versos: Estoy solo, no haré ningún gesto, / el frío creará el silencio. En este último tramo del libro, el poeta se mete en la piel del explorador Robert Scott y en la del escritor Robert Walser, ambos muertos en la nieve, y piensa en todos aquellos héroes que leímos en los libros (“La tumba de Scott”), tristes héroes empeñados / en morir de nuevo entre los hielos (“Casi imágenes”). Desde ese frío final, el poeta se pregunta Dónde fueron esas cosas / a las que sin embargo dimos nombre y reconoce lo único aprendido, esta sola verdad: que poseer no era eterno.

El libro se cierra con un breve poema dedicado a Vicente Velasco: “Noctilucas”. Las noctilucas son organismos marinos unicelulares que emiten luz como las luciérnagas y otros lampíridos nocturnos. En este poema de tono confidencial y misterioso, aparte de la visita inesperada de estos seres atávicos, se produce también un nuevo y repentino cambio cromático: el blanco luminoso del hielo y de la nieve cede el paso bruscamente a recuerdos y mundos más oscuros, / ensuciados por el polvo y el asedio / de una flor donde morir. Para mí, el poema, además de un tributo al amigo e impulsor de este libro, deja la puerta abierta a lo que, sin duda más pronto que tarde, está aún por venir de la mano de Antonio Gómez Ribelles.

* * *

En fin, todo libro es un trayecto, un viaje, con su principio y su fin. Yo he recorrido Las lagartijas guardan los teatros varias veces y he tratado de contarlo siendo fiel a lo que he visto, oído y sentido; aunque he de decir que eran muchas mis anotaciones y, a la hora de articularlas, me ha quedado no poca tinta en el tintero. Dicho lo cual, no encuentro mejor modo de concluir esta incursión que con las preciosas y precisas palabras finales de la escritora y traductora Natalia Carbajosa en su reseña sobre este libro –el pasado mes de octubre– en El coloquio de los perros:

«Gómez Ribelles ha escrito un poemario que sorprende por la depurada e inspirada transmisión que realiza de sus preocupaciones fundamentales. Depurada, porque no cabe en él la complacencia de la mera anécdota personal, sin voluntad de asomarse un poco más allá de sí misma. Inspirada, porque entre sus páginas, y no a modo de tratado filosófico sino desde la belleza despojada de la poesía, se articulan pensamientos complejos que, al menos en quien esto escribe, han conseguido arrancar más de una vez durante la lectura la siguiente expresión: “sí, es eso, es eso...”. “Eso” que nunca se llega a nombrar del todo, sí; la poesía». 

Aquí tenéis el enlace (no dejéis de leerla):

https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/la-biblioteca-de-alonso-quijano/las-lagartijas-guardan-los-teatros



S. M.
En Murcia, a 30 de junio de 2022.



 


Antonio Gómez Ribelles: 'Las lagartijas guardan los teatros' (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021)

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