Tal vez sea esta la mayor cualidad del arte verdadero, su fuerza más potente: hacernos
.
Puede, eso sí, juzgarse lo que
hacemos, pero no lo que somos –y aquí es donde se encuentra el nudo de la cuestión–, pues la verdad es que la poesía, la música, la pintura, la escultura, no son en absoluto, como se ha dado por descontado siempre,
actividades, las muy bellas y elevadas actividades de ciertos seres de excepción –los artistas–, sino inactiva, pasiva naturaleza carnal, animal, del hombre… común.
No haber visto, no haber comprendido el carácter “común” del arte creador, del acto creador, es lo que más contribuye a desviarnos de su naturaleza verdadera, de su verdadera identidad, de su razón de ser, ya de por sí escondidas y misteriosas. El arte ha sido visto siempre como la meritoria inclinación de
unos cuantos –de esa clase especial de hombres que llamamos artistas– y se supone que esa clase de hombres se desvive por componer unas sonatas, escribir unos poemas, pintar unos cuadros; que se las ingenia como puede para fabricar unas “fantasías”, unas “bellezas” con las cuales pagar las ansias de
esos otros que llamamos gustadores, amadores, consumidores; todo sucedería, pues, dentro del más perfecto mecanismo económico-social de la oferta y la demanda.
Pero la realidad de verdad es muy otra.; la creación artística no es un asunto
personal del artista creador, ni un asunto privado entre el artista creador y el gustador o consumidor de su obra, mas tampoco se trata de nada… social, general; lo “común” de la creación no tiene ningún estrecho carácter… socialista, sino extensamente humano.
La poesía, la música, la pintura, han sido siempre realizadas por unos pocos, sí, pero
en nombre de todos. Si se hubiese tenido en cuenta que el arte creador –no el arte artístico, ya que éste si va destinado y dado a un público– no se ha hecho jamás para unas gentes, sino
en lugar de ellas, nos habríamos evitado tanta palabrería sobre arte social, o minoritario, o revolucionario, o aristocrático, o burgués, o puro, o útil, o… moderno. El arte creador, hacedor de criaturas, no se dirige a nadie ni a lugar alguno conocido; podría decirse que la creación
no va a ninguna parte, sino que…
viene, viene de muy lejos y muy dentro hasta alcanzar una superficie real, de la realidad. Es sumamente tonto decir que la obra de Miguel Ángel se hizo al servicio de unos papas o la de Velázquez al servicio de unos reyes; Juan Van Eyck, por ejemplo, pudo él mismo, de buena fe y con ingenua modestia, pensar que
trabajaba para unos comerciantes, pero hoy
sabemos que no es verdad; el retrato de los esposos Arnolfini fue emprendido, no por honesto y vil encargo, sino porque necesitaba urgentemente pintarse, realizarse; pero no se trataría de una necesidad de los Arnolfini y tampoco de una más extensa necesidad medieval, histórica, ni siquiera de una íntima necesidad del pintor como pintor, del artista como artista, sino de
una primaria y tiránica energía del hombre como especie pura, bruta. Escuchar esa voz originaria, antigua, perenne, sustancial, esencial, y obedecer a ella, es
lo propio del creador, pero la verdad es que esa voz suena para todos, y lo que pide –porque viene a pedir, a exigir–, nos lo pide a todos; no es una voz especialmente destinada a los artistas creadores, sino una imperiosa voz que suena para el oído total humano, aunque sea, eso sí, oscura, subterránea, que se oye apenas. Es entonces cuando el creador –ese vívido hombre común a quien después llamaremos creador– da un paso decidido, decisivo, hacia delante, y se destaca a pesar suyo de los demás, de todos esos demás que también son
creadores, pero creadores mudos, sordo-mudos; es entonces cuando, pasivamente, el creador se decide a tomar en sus manos la enigmática acción creadora. Pero lo que hace no lo hace
para sí –¡qué tontería!–, ni
para los otros, sino porque…
tiene que ser hecho sin remedio, porque ha de estar haciéndose continuamente, y los demás, al parecer, viven distraídos, ofuscados. No es tanto que Fidias, Juan Van Eyck, Miguel Ángel, Cervantes, Velázquez, San Juan de la Cruz, Shakespeare, Rembrandt, Mozart, Tolstoi, hayan hecho esas obras que sabemos, como que nosotros, los demás, los demás comunes mortales, hemos
dejado de hacerlas; aceptando ellos, humildemente, pasivamente, ser los autores de esas obras –esas obras que no son obras, sino criaturas–, nos han dispensado de tener que llevarlas a cabo nosotros, ya que se han prestado a realizarlas en su propio nombre y en el nuestro, pues en esos instantes impersonales de la creación, de la creación absoluta,
nos representan.