domingo, 28 de enero de 2007

Poemas de El jardín errante





Lejos ya de tu rama,
Frágil y pobre hoja,
¿A dónde vas?

-LEOPARDI-



Si con el título de mi primer libro, Un camino en el aire, quise referirme a mi frágil y ensoñadora travesía poética, al bautizar mi segunda obra como El jardín errante pretendí, ante todo, rendir un homenaje a la propia poesía y "a quienes la hacen posible", como reza en el farragoso texto que escribí para la solapa de la contraportada del libro ("El jardín errante es, ante todo, un tributo; pero, a la vez, una invocación", comenzaba diciendo; y terminaba: "En definitiva, un canto, una llamada pero también un eco").

El libro fue galardonado, en 1998, con el XIII Premio de Poesía Antonio Oliver Belmás y publicado, un año después, también por la Editora Regional de Murcia, circunstancia que me inspiró (y esto lo saben muy pocas personas todavía) una copla tan simple como perecedera:


La Editora Regional
va a publicarme otro libro.
Libre de mí si, al final,
de otro libro yo me libro
sin cambiar de editorial.



Volviendo al tema del inicio de esta entrada, en El jardín errante aparece un largo poema que no incluyo entre mis favoritos pero en el que aludo explícitamente al título y a aquella idea de la poesía como jardín:



UN LIBRO

Te dirigías ya a acostarte, pero
te detuviste en seco en el pasillo:
te faltaba algún libro, un prólogo
a tus sueños de aquella noche, pues
no por estar cansado romperías
el rito de leer (“aunque sea un poco”)
antes de deslizarte al mar callado
de tu cama bien hecha, amplia y limpia.
Sabías que en la mesilla de tu cuarto
los días acumulaban las lecturas
que nunca han de faltarte, los poetas
más veces reelegidos, como aves
que han hecho allí su nido para siempre.
Pero querías dejarlos descansar,
siquiera algunas horas, y acudiste
con fe ante los estantes en penumbra
para buscar un libro diferente,
uno que te confiara claves nuevas;
no un estilo distante, no un latido
extraño a tu latido, ya que a todos
los que tu espíritu eligió los une
un sentir parecido. Juntos forman
un ordenado libro de la vida,
que un día abres aquí y otro allá,
según dicten tu instinto, tu conciencia
o tu intuición –tu alma de hombre, en suma–
y te propone reglas y caminos
con eficacia misteriosa y justa.
¿Qué, si no, te indujo aquella noche
a rebuscar entre tus viejos libros
con la esperanza de encontrar alguno
que aún desconocieses lo bastante
como para meterte en él, y abriese
un poco más tus ojos y tu alma?
De pronto, tu mirada se posó
sobre el lomo de un libro muy oscuro,
color vino, delgada rosa roja
en el jardín que tanto visitabas.
No lo reconocías. Lo sacaste
con sigilo de aquel seto apretado
y leíste su título y el nombre
de su autor. Todo un cielo cayó
raudo a tu edad en ese instante mágico,
irrepetible. Porque fuiste a dar
con un libro que hacía diez o doce
años habías extraviado. Tantos
traslados, tanto ir y venir lo fueron
ocultando poco a poco de ti
y lo depositaron finalmente
en esa leja oscura y polvorienta,
para que lo encontraras sólo cuando
más lo necesitaras: esta noche,
aquella noche única. Y abriste
por su primera página aquel libro,
y leíste la fecha de su compra
y una firma que no reconocías
(era tuya, sin duda; cuántas veces
has cambiado de rúbrica en tu vida).
Aún no dabas crédito a tu suerte.
Emocionado, hurgaste en su interior
y surgieron los versos y los párrafos
que entonces subrayaste, muchas hojas
que estaban señaladas por un pliegue
o una anotación. Todo era espléndido,
digno de ser marcado en esas páginas.
Te alejaste despacio hacia tu cuarto;
despacio, arrebatado, con un libro
–comprado diecisiete años atrás–
de un poeta que supo con sus pasos
mostrarte sendas nuevas, fuentes nuevas
en tus paseos primeros por el íntimo
y errático jardín de la poesía.


Los poemas que aparecen en El jardín errante abarcan un período de producción de siete años (1992-1998). Algunos de ellos fueron escritos en la empresa de publicidad y diseño gráfico en la que trabajaba (a la que hice referencia en la primera entrada de este blog) en momentos en los que la faena era escasa, como estos dos poemas dedicados a uno de mis compañeros del departamento de creatividad, Alejandro Galindo, quien desde que quebró la agencia trabaja como ilustrador en el diario La Verdad bajo el nombre de Alex:



EL ABOGADO DE LOS ÁRBOLES
–impromptu–
a Alejandro Galindo

I
Un día vino a verme un árbol al despacho.
Acababan de echarlo del trabajo
por dar más frutos de los que debía
(aunque la carta de despido alegaba tan sólo
que iba sin corbata y sus raíces
fichaban siempre tarde).
Dijo que no confiaba en nadie;
que no quería acabar convertido en sillón
y se sentía culpable
de iluminar los campos con sus flores
y despertar el ansia de los vientos.
Le dije que su caso, aun siendo delicado,
tenía solución;
que yo me encargaría del asunto;
que se apuntara al paro, de momento
–por si acaso algún huerto solicitaba sus servicios–
y se alejara del asfalto;
pero que no desesperara. Incluso le juré
que yo lo podaría y regaría
cuando le hiciese falta.


II
Le ganamos el juicio a esa sierra mecánica.
¿Cómo? Sería muy largo de contar ahora.
Lo único que importa
es que cada cual tuvo lo que se merecía.

El árbol, hoy, disfruta en un gran valle
con montones de amigos. Dialoga con el río
y, cuando le apetece, hace el pino.
Se ha hecho presidente
de un club de guardas forestales
que cuenta ya con miles de asociados.



La sierra fue cesada de su cargo.
Por suerte, sufre caries desde entonces.
Aún gruñe, la muy borde;
pero nadie le hace ningún caso.
Y yo ya tengo fruta
para toda la vida.


APREHENSIÓN
a Alejandro Galindo

Estoy en el trabajo.
No hay mucho que hacer.
Sentado, hojeo unas láminas
y celebro la suerte
de encontraros aquí.
¡Llegáis desde tan lejos!
¿Qué hacéis entre estos humos y los ruidos
de tántos artilugios de oficina?
“¿Y tú, qué haces ahí?”
–me dicen vuestras obras;
espacios, situaciones, personajes,
instantes de un pasado detenidos.
Miradme, interrogadme,
artistas de otras épocas,
pues gracias a vosotros
yo mismo me interrogo,
me miro, me detengo.

Además de los poemas dedicados a mis hijos (que un día de estos incluiré en otra entrada), dos de los poemas de El jardín errante que más me satisfacen -y con ellos termino- son Jardín nocturno, que abre el libro, y el último de la tercera sección, Hálito. El primero de ellos está dedicado a José Andrés Prieto, fotógrafo, poeta y también bloguero. Un día vino a casa para mostrarme unas fotos y pedirme que escribiera unos textos que las acompañaran en una futura exposición. Las fotos, verdaderamente, me inspiraron y escribí unos cuantos "bloques" de versos para tal fin; pero finalmente, como la exposición no llegó a realizarse, pasaron a formar parte de mi libro. El Alejandro que aparece en el segundo verso de Hálito es, de nuevo, mi buen amigo Alejandro Galindo.


JARDÍN NOCTURNO
a José Andrés Prieto

He venido al jardín,
me he sentado en un banco
–una nave en la sombra
que, aun anclada, navega–
y he cerrado los ojos.
Y en el banco no hay nadie.
Palomas, hombres, ramas,
¿qué miráis en la noche?
¿Qué sueños os despiertan?
Traspasado por nieblas que la luz no atraviesa
el jardín es un sueño donde vuelan los ojos.
Luz detrás de los muros,
luz dentro de los muros.
Hay muros en la luz donde la sombra es libre.
Hay sombras que, trepando, se escapan de la luz.
Cuando una luz se apaga, algo despierta
bruscamente en el pecho.
La luz no nos pregunta.
Lo que queremos ver, nada le importa.
Enciende nuestros ojos, proyecta nuestras sombras
y da cuerpo al silencio.
La luz juega y se apaga.
Roza el ala de un cisne
y se tiende a la orilla.
Así desaparece: la respira la tierra.
La luna de las aguas refleja cómo somos.
Somos manchas de luz.
Una estela en la sombra.
Cada hoja de estos árboles está anclada a la luz
por un oscuro ímpetu de destreza.
En el jardín nocturno
vuelan lentas las horas.
La noche nos detiene hacia un abismo
mayor, más silencioso: hacia la altura.
Caemos como el agua en nuestra sed
hacia la altura.




HÁLITO

I
Este instante es eterno.
Escucho a Lokua Kanza
(gracias otra vez, Alejandro, amigo,
por darme a conocer lo que me gusta)
protegido del sol bajo los arcos
de esta casa alquilada por un mes
y en la que viviré ya para siempre
en el recuerdo.
Es fresca y luminosa.
Rodeada de adelfas, de cañas, de palmeras;
rodeada de vientos y cielos migratorios.
Una isla firme en una encrucijada
de caminos salados, de horizontes desnudos
alerta siempre al paso de las gentes:
el pastor con sus cabras; ciclistas fatigados
que ahí, junto a la verja, se detienen
para repostar sombra.
Es mi casa –siento que estoy en ella:
la casa que hay en mí.
Tras las ramas de un sauce
que llora de alegría está mi cuarto.
Escucho a Lokua Kanza.
Canta como un paisaje.

II
Este instante es eterno.
Un paisaje que canta.
El viento entre las palmas,
la danza de las cañas,
la alegría del sauce.
Este instante es eterno
(porque yo así lo siento).
Mi presencia en la vida,
la vida en mi presencia,
mi soledad de padre
mientras mis hijos juegan
y ríen en el sueño de su edad.
Este instante es eterno.
Bajo el techo de tejas
un gorrión pide más.
Su madre ya regresa.
En su pico trae a Dios.




Nota: La portada de El jardín errante es obra de Ángel F. Saura.

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