viernes, 10 de diciembre de 2021

'La Edad de Oro. Vida, fortuna y oficio de los escritores españoles en los siglos XVI y XVII', de Francisco Martínez Cuadrado.


LA CORTESÍA DE LA CLARIDAD


Oh venturosa, levantada pluma
 MIGUEL DE CERVANTES 

El pasado jueves, 2 de diciembre, tuvo lugar en el emblemático Museo Ramón Gaya de Murcia la presentación de La Edad de Oro. Vida, fortuna y oficio de los escritores españoles en los siglos XVI y XVII (Editorial Renacimiento, Sevilla, 2020), de Francisco Martínez Cuadrado, en la que tuve el placer y el privilegio de acompañar al autor ante un público generoso y exquisitamente atento y participativo. Sólo eché de menos la presencia de algún periodista local cubriendo la noticia, pues a mi humano entender se trataba de un acontecimiento cultural y literario de primer orden. Pero ni una reseña hubo; ni siquiera dos líneas anunciando el acto en la famélica agenda cultural de los dos únicos periódicos regionales. Y no pueden aducir que no estaban avisados con suficiente antelación... En fin, allá ellos con su desinterés por las actividades que verdaderamente suman y marcan el pulso cultural y educativo de una ciudad. 

La verdad es que ya tocaba. La Edad de Oro fue publicado (y no pudo elegir mejor editorial) hace casi un año y medio, en plena incertidumbre pandémica; una incertidumbre que nos ha afectado en todos los órdenes de la vida y que, de un zarpazo, hizo que encuentros en torno a un libro, un concierto o un recital desaparecieran bruscamente (como nuestros rostros tras las mascarillas); hemos llegado a tal grado de aislamiento que incluso ha anidado en nosotros un considerable miedo escénico. Por suerte, no son pocos los libros que nos han ayudado a paliar y sobrellevar los sobresaltos y la incomunicación. En mi caso, La Edad de Oro ha sido uno de los que más. 

Francisco Martínez Cuadrado (Murcia, 1954), doctor en Filosofía Románica por la Universidad de Granada y catedrático de Lengua y Literatura en los institutos Murillo y Fernando de Herrera de Sevilla —donde reside—es el profesor que todos los aficionados a la literatura hubiéramos deseado tener. Se ha ejercitado durante toda su vida en el estudio, la investigación y la docencia y ha trabajado siempre con las palabras: oralmente en sus clases y a través de la lectura y la escritura, en contacto permanente con los libros y materias que más le interesaron siempre (la literatura de los Siglos de Oro y la poesía contemporánea muy especialmente); volcando, compartiendo su saber en sus ensayos, sus articulos, sus antologías comentadas, sus conferencias..., siempre con la susodicha “cortesía de la claridad” —ya advertida por otros, como veremos— que, como bien recordó Martínez Cuadrado durante la presentación, es la cualidad que Ortega y Gasset demandaba a los filósofos. Yo creo que es una cualidad necesaria en todos los ámbitos y todas las disciplinas, al margen de su dificultad. 

En efecto. Voces más autorizadas que la mía, como la de Juan Lamillar, que ha escrito un prólogo impecable, o la de Ignacio F. Garmendia, quien recientemente reseñó a toda página La Edad de Oro en el Diario de Sevilla, han señalado con toda exactitud las virtudes que quienes ya hemos leído el libro advertimos desde sus primeras líneas. No me resisto a reproducir estas elogiosas palabras de Lamillar:  

«Con una primera mirada a un índice tan clarificador y a una bibliografía que prefiere la selección a la acumulación, el lector adivinará que Francisco Martínez Cuadrado ha realizado un trabajo modélico, fruto de muchos años de investigación, de innumerables lecturas, algunas muy especializadas, y que nos entrega un panorama completísimo, muy bien trabado (pues son muchos los temas que se van entrecruzando), atento a los grandes escritores pero sin olvidarse de otros muchos creadores que completan un panorama literario excepcional. Hay que destacar también la manera eficaz en la que el autor acompasa hechos culturales y sucesos biográficos dentro de una época tan vertiginosa de la historia de España, atento tanto a las corrientes de pensamiento como a los acontecimientos históricos. (…) Gracias a un libro tan erudito y ameno como La Edad de Oro, cada vez que miremos los retratos de nuestros escritores, que nos adentremos en sus obras, podremos comprenderlos mejor». 

Para aproximarnos a la figura de Francisco Martínez Cuadrado, baste con esta breve pero contundente semblanza titulada Genuino afán de la pedagogía con la que Ignacio F. Garmendia acompañaba su reseña:

«Perteneciente a la benemérita estirpe de los antiguos catedráticos de Instituto, el cuerpo por desgracia devaluado que tanto hizo por elevar el nivel de la segunda enseñanza, Francisco Martínez Cuadrado es hombre de plurales saberes y probada devoción cervantina, antólogo del Quijote y autor de una edición de Rinconete y Cortadillo donde volcó su conocimiento y admiración por la obra del príncipe de los ingenios. Excelente conocedor de la literatura áurea y del sustrato intelectual que alumbró el Renacimiento, como se aprecia en su monografía sobre El Brocense, semblanza de un humanista, los intereses del crítico se extienden asimismo a la poesía contemporánea, en particular la de la llamada Edad de Plata a la que ha dedicado, en colaboración con otros autores, dos antologías comentadas. Su experiencia como docente y redactor de manuales se trasluce en la orientación didáctica de su escritura, que suma a la cortesía de la claridad el genuino afán de la pedagogía. Discreto y cordial inductor de entusiasmos, el profesor Martínez Cuadrado ha alentado la vocación de muchos jóvenes poetas y escritores que sienten hacia el maestro y amigo una gratitud profunda».

Poco o nada ni de mejor manera cabe añadir a esas palabras que, ciertamente, expresan lo que sentimos y pensamos quienes hemos leído el libro y conocemos a su hacedor: que La Edad de Oro es, dicho cervantinamente, un ensayo ejemplar en el que cada página vale por diez; un verdadero trabajo de orfebrería en el que su autor ha tenido que invertir muchísimas horas y medir muy bien cada paso. 

Martínez Cuadrado comienza su “retablo áureo” —así titula Lamillar su prólogo— estableciendo los límites cronológicos de la Edad de Oro: mayo de 1526, con el encuentro entre el poeta Juan Boscán y el embajador de Venecia Andrea Navagero, y mayo de 1681, con la muerte de Pedro Calderón de la Barca; para seguir con sus antecedentes, pues la Edad de Oro, como cualquier edad, sea del metal que sea, no surgió por generación espontánea; antes tuvimos las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, La Celestina de Fernando de Rojas, el Cancionero general de Hernando del Castillo y el nacimiento, en 1481, del humanismo español con la gramática Introductiones latinae de Elio Antonio de Nebrija. En 1492 llegarían  la Reconquista y el descubrimiento del Nuevo Continente, y en 1508 la fundación de una nueva universidad, la de Alcalá, más cercana a las corrientes humanistas. A partir de ahí, con una estructura perfectamente cimentada, una terminología que facilita en todo momento la lectura y numerosas referencias bibliográficas que nos permiten profundizar en los temas más concretos, Martínez Cuadrado, como un cineasta que nos hace continuamente ascender a vista de pájaro (a fin de no perder la panorámica general) y descender para detenernos en los asuntos más cruciales, nos ofrece una visión completa, didáctica y documentadísima, de las condiciones de vida de las distintas generaciones de escritores de la época, sus necesidades, sus recursos y oficios, su búsqueda de reconocimiento, su dependencia —no exenta de servilismos— de los favores y del mecenazgo, los entresijos de las justas en que participaban, ¡los premios que recibían!, el filibusterismo editorial al que estaban expuestos, sus academias y escuelas, sus ideales y fobias, sus amoríos, intrigas y pleitos..., conjugando, como bien vinieron a decir Lamillar y Garmendia, la erudición, el rigor y la amenidad.

Bajo esa fórmula se va desplegando todo el libro. Los siete capítulos de La Edad de Oro, con todos sus apartados, están interrelacionados y conforman un mosaico compacto, completo, una unidad, pero pueden abordarse independientemente y en orden aleatorio. Los dedicados al mecenazgo, el viaje a Italia, las justas poéticas, la imprenta, la Inquisición y la censura, el proceso de fray Luis de León... Cada uno de ellos suscita gran cantidad de asuntos en los que merecería la pena detenernos. Pero es en el capítulo segundo donde Martínez Cuadrado pone la lupa sobre el origen, la formación, los oficios y los diferentes medios de subsistencia de los escritores, aspectos ya sumamente relevantes desde la portada, en el propio subtítulo del libro. Entre ellos encontramos primordialmente clérigos, bachilleres, licenciados, doctores, nobles, caballeros y soldados. Desde mi juventud me han llamado la atención especialmente estos últimos. Nada menos que escritores como Cervantes, Garcilaso, Francisco de Aldana, Bernal Díaz del Castillo, Alonso de Contreras, Alonso de Ercilla o Luis Carrillo y Sotomayor fueron militares... Aldana y Garcilaso murieron en batalla, y Cervantes recibió más de un arcabuzazo. Me produce un gran choque mental imaginarlos, por un lado, en el fragor de la lucha, matando gente entre gritos y cañonazos; por otro, escribiendo maravillas en los momentos de reposo. Incluso entre las pocas escritoras de la época que han trascendido, y que sin duda merecerían un capítulo aparte —muy bien traída en ese apartado, por cierto, Judith, la hipotética hermana de Shakespeare imaginada por Virginia Woolf—, encontramos a Catalina de Erauso, conocida como la Monja Alférez. Pero también hubo escritores con oficios más modestos: artesanos, oficiales o mecánicos de taller... Sin ir más lejos, nuestro paisano, el muleño Ginés Pérez de Hita, fue zapatero; aunque sin duda el caso más singular es el de Agustín de Rojas Villandrando, conocido como el “Caballero del Milagro”, un auténtico buscavidas que trabajó de mercero, de actor, incluso de portero de teatro; llegó a escribir sermones para curas perezosos y, según cuenta la leyenda, a mendigar y delinquir para llevarse algo a la boca. 

Entre aquellos escritores, los poetas formaban un mundo aparte, y creo que la cosa no ha cambiado mucho desde entonces. Escriben por vocación y afán de reconocimiento y procurando la protección de algún mecenas. Recuerdo estos versos de Cervantes en su Viaje del Parnaso: “Absorto en sus quimeras y admirado / de sus mismas acciones, no procura / llegar a rico como a honroso estado”. Pero la mayor parte de ellos murieron sin ver publicados sus poemas. Son, como bien dice Martínez Cuadrado en el libro, el paradigma de la pobreza. Estaba incluso mal visto escribir versos. Lope advierte a su hijo Carlos Félix del peligro de hacerlo. Los poetas llegan a ser considerados una plaga. Ríete tú del coronavirus. “Poetas de rapiña", los llama Quevedo en La casa de los locos; y Cervantes escribe en el citado Viaje del Parnaso: “Ni a calidades ni a riquezas miran, / a su ingenio se atiende cada uno / y si hay cuatro que acierten mil deliran”, para terminar describiéndolos como una “apretada enjambre”, que rimaba con “este muerto de sed, aquel de hambre", y exclamando: “¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!". 

Lo cierto es que aquellas mentes privilegiadas tuvieron en su contra, por un lado, el analfabetismo, que alcanzaba al ochenta por ciento de la población; por otro, a los braseros de la Inquisición, beatos, censores impertinentes y melindrosos como Juan de Zabaleta, que los ninguneaban y acosaban obsesivamente. Aunque se bastaban solos para ensañarse sin piedad unos contra otros. Difícilmente podemos encontrar tanta inquina en cualquier otro período de nuestra literatura.

Podríamos detenernos en otros muchos aspectos, pero los dejo ya en manos del futuro lector, que avisado queda... Lo importante en cualquier libro no es tanto el género o el qué se cuenta como el tono y la forma en que se cuenta para que llegue a interesarnos. Todas las reseñas, juicios o comentarios sobre La Edad de Oro que he leído y escuchado, incluso los de los lectores menos familiarizados con el tema, coinciden plenamente y denotan admiración y gratitud; porque aunque Martínez Cuadrado se esfuerce en decir que no quiso hacer un ejercicio de erudición, o que se trata de un trabajo didáctico o de divulgación, nos encontramos ante un libro que transmite y contagia el entusiasmo, escrito con pasión e inteligencia, que se lee con la fruición de una buena novela y se entiende y visualiza con la fluidez de una película sabiamente dirigida; o, dicho de otro modo, un libro que se vive como un viaje en el tiempo y nos revela un tramo importantísimo del largo camino que nos trajo hasta aquí, incitándonos a recorrerlo y a profundizar en él. Es decir: Martínez Cuadrado no sólo recupera, nos introduce y guía en ese camino, haciéndonoslo más fácil, sino que nos lo ensancha situándonos de continuo ante múltiples encrucijadas, puntos de llegada y de partida, vasos comunicantes que azuzan nuestra curiosidad y nos animan a indagar siquiera un poco para aumentar nuestra perspectiva. Por poner sólo un ejemplo: Lope de Vega nos llevaría a su discípulo predilecto, Juan Pérez de Montalbán (qué espíritu el de este personaje, hijo de Alonso Pérez, el editor de Lope) y éste a la poeta portuguesa Bernarda Ferreira de Lacerda, a quien dedicó su Orfeo en lengua castellana a la décima musa. En esta era digital, con un solo dedo accedemos a todas las enciclopedias, bibliotecas y museos del mundo. No hay más que teclear el nombre de cualquiera de esos personajes para obtener de inmediato abundante información sobre ellos. Pero eso no sería posible sin un ensayo tan vivo como La Edad de Oro entre las manos, un libro para disfrutar a la par que aprender, en el que nos asombran tanto el orden, la articulación y la claridad como la capacidad de Martínez Cuadrado para conseguir escribirlo, aparentemente, sin esfuerzo. Pero escribir un libro como este requiere muchos años, mucho amor y mucha pasión por nuestra literatura y nuestra historia, de las que todos somos —lo advirtamos o no— un reflejo y una consecuencia. 

No puedo dejar de destacar que La Edad de Oro nos devuelve, además, un buen número de términos y expresiones ya en desuso o en serio peligro de extinción, como los referentes a los oficios y los ambientes que los propiciaron: “batihoja", “cuadralbo", "aristarco", "zoilo"... Tampoco los escolios o comentarios personales que el autor va incorporando al cuerpo de la narración, siempre bien traídos e inteligentes. 

Como buen humanista, cumpliendo con la máxima horaciana de “enseñar deleitando” en contraposición a aquella otra abominable de "la letra con sangre entra", lo que el profesor Martínez Cuadrado acerca y ofrece al lector es una revisión, una revisitación y una revitalización de nuestros Siglos de Oro. Todos hemos sido estudiantes, en realidad nunca dejamos de serlo —algunos más que otros, también hay que decirlo—; lo importante es cómo orientamos nuestra educación y nuestro estudio. No puede suceder nada mejor que un estudiante llegue a convertirse en un estudioso, picado siempre por el gusanillo de la curiosidad. Y si la educación y la cultura son los pilares de todo país avanzado que se precie de serlo (hoy más que nunca es necesario insistir en ello), el nivel de compromiso de una sociedad ha de verse reflejado también en la consideración y el reconocimiento hacia quienes trabajan y se desviven por ellas. La Edad de Oro merece estar, debería estar ya, en las estanterías de todas las bibliotecas públicas, de todos los institutos, de todas las universidades. Porque estoy persuadido de que en un futuro no lejano será un libro de referencia para docentes, estudiantes, estudiosos o, simplemente, lectores curiosos que quieran tener una visión completa de este importantísimo período de nuestra historia; y de que iremos viendo sucesivas ediciones que ojalá se distribuyan como el libro se merece por todos los países de habla hispana. Me atrevo a imaginar, a aventurar incluso (porque soñar es gratis, pero también necesario para cambiar el mundo), que será traducido a varias lenguas y obtendrá una indiscutida relevancia fuera de nuestras fronteras.







El autor firmando el libro de visitas del museo y distintos momentos de la presentación. 
[Fotografías de Inmaculada Guarinos]

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