sábado, 19 de octubre de 2024

HOTEL VÍA LÁCTEA. La revista 'El coloquio de los perros' dedica un gran monográfico a José Óscar López (Murcia, 1973-2024).

Portada del monográfico realizada por ÁNGEL MATEO CHARRIS.


El pasado día 11, auspiciado por la Feria del Libro y el Aula de Poesía de la Universidad de Murcia y con el salón de actos del Museo Arqueológico a rebosar, tuvo lugar el esperado acto de presentación del monográfico que la veterana revista literaria digital El coloquio de los perros ha dedicado al escritor, poeta, ilustrador y profesor José Óscar López (Murcia, 1973-2024). Una labor titánica, modélica, minuciosa y absolutamente altruista, e incluso diría que sin precedentes en nuestro picoesquina cultural. Y un regalo impagable de Ángel Manuel Gómez Espada y Juan de Dios García (artífices de la revista desde hace veinticuatro años, grandes amigos y hermanos de generación de José Óscar) en el que también se han involucrado a tope amigos y escritores de su círculo más íntimo (Antonio Aguilar, José Daniel Espejo, Diego Sánchez Aguilar, Alfonso García-Villalba, Alberto Chessa...); un regalazo, digo, para sus lectores de siempre y los muchos nuevos que sin duda habrán de venir. El acto de presentación fue literalmente sobrecogedor y es ya, como la estela que ha dejado José Óscar, memoria imperecedera para quienes asistimos y participamos en él.

José Óscar y yo nos conocimos personalmente hace veinte años, aunque nos conocíamos de vista desde hacía algunos más. Él era ya un treintañero; yo, casi un cincuentón. Fue en el IES Licenciado Francisco Cascales, donde por aquel entonces José Óscar daba clases de Lengua y Literatura y yo impartía un taller extraescolar de percusión. Un día, a principios de curso, mi hija Elena, alumna suya en 4° de la ESO, llegó a casa y me dijo: «Qué fuerte, papá, mi profe de Lengua ha escrito esta mañana en la pizarra una copla tuya.* Ha preguntado de sopetón si sabíamos de quién era y, como nadie decía nada, me ha mirado a mí, pero yo estaba distraída y no he sabido reconocerla. “Pero… Elena, Elena, ¿es que no lees las coplas que escribe tu padre?”. Jajaja...». «Qué fuerte, sí... ¿Entonces, ¿te cae bien? —le pregunté— ¿Es buen profesor?». «Sí. Es muy simpático. A ti también te caería bien. Se llama José Óscar». 

A los pocos días pedí cita con él (era también el tutor de mi hija) con la excusa de interesarme por su rendimiento. La tarde concertada, a la hora de la siesta (casi todas las citas con tutores y profesores tenían lugar por la tarde), entré en el aula en que me esperaba, solo, hojeando un libro, sentado sobre la mesa. De inmediato se levantó para recibirme, sonriéndome desde el primer momento. Nos dimos un apretón de manos. Se me antojó un espíritu tímido, hipersensible, atemporal; lo primero que llamó mi atención fueron sus ojos, su mirada franca y radiante; por su aura y por su aspecto —barba, cabello algo desgreñado, camiseta oscura y pantalón vaquero— me recordó un poco a Juan Ramón Jiménez y otro tanto a Bukowski. Durante más de una hora hablamos de todo menos de mi hija. Fundamentalmente, claro, de poesía. Y de poetas. Lo había leído todo. Conocía al dedillo, para mi asombro, los tres libros que yo había publicado hasta entonces. A partir de ese encuentro comencé a leerlo. No hacía mucho que había publicado su poemario Agujeros en la Editora Regional, así que me hice con él. Fue lo primero suyo que leí y me pareció un hallazgo; descubrí a un poeta profundo, lúcido, moderno, deliberadamente delirante. Acostumbrado a los temas y la música de la poesía figurativa prevalente (tan previsible, racional y canónica, salvo excepciones), se me abrió un universo nuevo, osado, crudo, onírico, diverso, afrodisíaco: ¡un mundo flotante! Con el tiempo, compartimos lecturas, correos, comentarios en nuestros respectivos blogs (que entonces eran nuestras redes sociales personalizadas) y no pocos encuentros esporádicos, casi siempre en actos literarios y bares como El Sur, La Puerta Falsa, Ítaca, El Albero o Zalacaín; incluso compartimos las páginas de alguna que otra publicación. 

Tras aquel primer y fructífero encuentro con José Óscar, al resto de poetas de su círculo fui conociéndolo por generación espontánea. Desde mediados de los noventa ya conocía personalmente, sin ubicarlos en este o aquel grupo, a Héctor Castilla —a quien hoy considero el miembro más veterano de esa tribu— y a un jovencísimo Antonio Aguilar. En abril de 2004 participé en el primer número  de la memorable revista de poesía Hache, exquisitamente editada por Héctor y magistralmente diseñada por Cristina Morano. En ella compartí sus paginas con Javier Moreno, Andrés García Cerdán, José Daniel Espejo, Diego Sánchez Aguilar, Ángel Manuel Gómez Espada, Antonio Lucas y Antonio Aguilar, entre otros poetas de mi generación y generaciones próximas a la mía (Javier Orrico, Javier Marín Ceballos, Antonio Gras, Antonio Marín Albalate, José Antonio Martínez Muñoz...). Un año después, en marzo de 2005, José Óscar colaboraría en el segundo número con tres poemas, entre ellos el titulado “Vía Láctea”, que trece años después formó parte, levemente modificado y bajo el título “Hotel Vía Láctea” (el elegido para el monográfico), de su magnífico poemario Animal fabuloso (Chamán Ediciones, 2018). 

En El hombre turbina, el más reciente de los textos con los que ha contribuido en el monográfico, Diego Sánchez Aguilar afirma que José Óscar «era el mejor poeta que he conocido, el más genial e imaginativo autor de relatos, creador de mundos. Esto debería terminar aquí. Este artículo, este loquesea, debería empezar y terminar diciendo exclusivamente esto: José Óscar López era el mejor escritor de todos nosotros». No soy dado a establecer ningún tipo de podio, y menos tratándose de una generación que me ha dado tantas alegrías; sin duda, la que más me ha hecho vibrar —y rejuvenecer— en las dos últimas décadas. Pero creo que ha de tenerse muy en cuenta que un escritor de la talla de Diego Sánchez Aguilar afirme con tal rotundidad algo así sobre un escritor de la talla de José Óscar; quiero decir que no puede atribuirse solamente a la vieja, sana y profunda amistad que los unía. Con ese “todos nosotros”, Diego, claro, se refiere a su círculo de amigos y compañeros de generación. El caso es que otro escritor de la misma —no revelaré quién— me dijo hace unos años: “Yo diría que el mejor poeta de mi generación es José Daniel Espejo”. Y digo yo: ¿no será que todos y cada uno de ellos pueden ser “el mejor", que se van alternando en ese podio subjetivo? Y es que en mi opinión son todos buenísimos, poetas y escritores verdaderos, diferentes entre sí pero complementarios, y forman una de las tribus literarias más nutridas y capaces que ha dado nuestro picoesquina; una tribu, por otra parte, con innegables pulsiones, gustos y rasgos comunes, regida por un mismo compromiso y una misma educación sentimental. Pocas veces (o ninguna), insisto, ha tenido lugar en la historia de nuestra literatura una conjunción de semejantes proporciones. No sé, pues, si José Óscar es objetivamente “el mejor” de todos ellos; para mí, pese a la diferencia de edad, fue y seguirá siendo un amigo generoso y un escritor colosal que nunca deja de moverme, conmoverme y darme ejemplo; pero sí que me atrevo a asegurar que toda su vida ejerció de faro, puerto, catalizador, de guía espiritual de sus compañeros de generación, como una suerte de chamán de esa gran tribu. De ahí el doliente vacío que ha dejado en todos ellos y de ahí el emocionado y justo homenaje que con tanto amor le han tributado.

No dejéis de adentraros, no os perdáis ni una coma. Y no os privéis nunca de leer a José Óscar López. 

[https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/hotel-viacutea-laacutectea-joseacute-oacutescar-loacutepez.html].


José Óscar López por ENRIQUE MARTÍNEZ BUESO.


* * *


[* La copla en cuestión dice: ¿Cómo puede ser / la misma naranja / una mitad dulce / y la otra amarga? En 1999 formó parte de El jardín errante bajo el titulo de "¿Cómo?" y en 2002 la incluí en Coplas de arena].


sábado, 2 de julio de 2022

Antonio Gómez Ribelles: 'Las lagartijas guardan los teatros' (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021)

 



La arqueología de la memoria


Aquel largo pasillo desemboca 
en una habitación igual a tantas 
que no existen
[Manuel Padorno]

También hicimos visitas fantasmales, y la escalera 
Que nos conocía, nos encontró de nuevo en el descansillo, 
Llamando a las habitaciones vacías, en busca de belleza sepulta.
[Ezra Pound]

Hoy no tenemos más noticias del sol 
duermen 
en la penumbra subterránea  
todas las lagartijas 
[Aníbal Núñez]


El pasado martes, 14 de junio, tras dos intentos anteriores fallidos por culpa –cómo no– del coronavirus, pudimos por fin asistir a la presentación en Murcia de Las lagartijas guardan los teatros (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021), del artista plástico –como él prefiere llamarse– Antonio Gómez Ribelles (Valencia, 1962); un libro en todos los sentidos extraordinario y todo un acontecimiento editorial, pues se trata del segundo libro publicado, ya en plena madurez, por un pintor y profesor de Artes Plásticas de muy larga trayectoria, pero también el primero enteramente literario (sin imágenes ni composiciones pictóricas) que saca a la luz. Antonio Gómez siempre ha compaginado su profesión con la escritura en sus más variadas vertientes: poesía, relato, crítica, pensamiento, diario personal..., pero de ella sólo hemos venido conociendo algunas muestras en sus exposiciones y en los catálogos de sus obras.

Según contó Antonio, el libro fue propuesto y alentado por su editor, el también poeta y librero Vicente Velasco Montoya, y es el octavo y último de una colección cerrada, nacida en exclusiva para un puñado de escritores previamente advertidos por él. Una iniciativa personal que merece ser destacada y aplaudida. La Estética del Fracaso ya no existe, pues; nació para ser una editorial efímera. 

El acto tuvo lugar en el Museo Ramón Gaya y convocó a un considerable número de aficionados, escritores, poetas, pintores, profesores, familiares y amigos del autor. Por un momento nos pareció que seguíamos en la vieja normalidad y que la pandemia había sido un mal sueño. La encargada de presentar el libro y acompañar al autor fue una gran amiga común: la poeta Carmen Piqueras. Tras hacer una breve y poética semblanza de Antonio, Carmen pasó a preguntarle sobre el libro, las motivaciones que le llevaron a escribirlo y su proceso de creación, con lo que de inmediato se entabló una conversación en la que los asistentes fuimos invitados a participar. Y eso hicimos unos cuantos, intentando desentrañar los temas y porqués esenciales del libro y las sensaciones que su lectura nos había suscitado. Volaron los minutos, quedaron no pocos asuntos en el aire, pero el diálogo que se generó fue absolutamente franco, ameno y esclarecedor.

Fueron muchas las aportaciones, pero destacaré una que dio especialmente en el centro de la diana: “Antonio se ha negado poeta durante muchos años, por considerar que la palabra es imagen y la imagen tiempo recogido en la pincelada“, había señalado Carmen Piqueras en sus palabras iniciales. Antonio Nicolás, profesor y técnico superior de infraestructuras en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Murcia, redondeó esta idea al hacer notar el carácter netamente visual, secuencial, cinematográfico de la escritura de Antonio Gómez, y éste reconoció que como pintor piensa en imágenes y que cuando escribe lo hace también a partir de ellas. Imágenes que en el texto se convierten en algo que, quienes la conocemos, ya hemos advertido en su pintura y en sus exposiciones: una sucesión que narra o sugiere una historia fragmentaria, con sus certezas y sus incógnitas. En su primer libro, Quiromante, un libro de imágenes (Calblanque, Cartagena, 2017), Antonio Gómez hacía ya hincapié en que los textos intercalados entre las imágenes “son ilustraciones literarias, la palabra escondida en la imagen o en sus huecos".

Una de las preguntas de Carmen Piqueras a Antonio Gómez fue precisamente: “¿Cómo conviven el pintor y el poeta?”. Pintores que escribieron o escritores que pintaron ha habido muchos en la historia; a bote pronto me vienen a la memoria Frida Kahlo, Remedios Varo, William Blake, Benito Pérez Galdós, Castelao, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Jean Cocteau, Herman Hesse, Manuel Padorno, Ramón Gaya, Miquel Barceló... Alberti dijo alguna vez que él no hacía distinción entre pintura y poesía, línea, expresión gráfica y palabra. Salvando las diferencias entre ambos, esa idea casa muy bien con la forma de trabajar de Antonio Gómez. Antonio es un pintor que escribe; es más: un pintor que escribe cuando pinta y un escritor que pinta cuando escribe. Su pintura es una suerte de escritura y viceversa. Dicho de otro modo: la escritura es para Antonio Gómez una materia, una textura, una paleta de colores más; y la pintura, como se reivindica en este libro, otro modo de nombrar. 

* * *

Las lagartijas guardan los teatros es un libro híbrido –poemas y prosas de varia extensión– que da fe de una poética plenamente cimentada y personal, cargada de evocaciones e invocaciones muy próximas (por no decir inseparables) al modo en que Antonio Gómez observa e interpreta el mundo a través de la pintura y las artes visuales, igualmente híbridas en cuanto a soportes, técnicas y procedimientos y en las que intervienen con un protagonismo especial la fotografía, el dibujo, las transparencias y las veladuras. 

El libro está dividido en tres secciones: La casa, Ciudades y Las lagartijas guardan los teatros. Durante la presentación, Antonio Gómez aclaró que la casa es el mito; las ciudades, el territorio; y las lagartijas que guardan los teatros, la estructura. Pero la casa, como símbolo, como mito, está presente en las tres; las lagartijas se dejan ver ya en la primera sección y las ciudades se reparten de uno u otro modo a lo largo de todo el libro. 


(“TROYES”)

Éste se inicia, sin embargo, a modo de umbral, con un breve poema solitario titulado “Troyes" que viene encabezado por una cita del escritor argentino Guillermo Saccomano: “Es saludable olvidar, no se puede vivir todo el tiempo en la memoria". El primer verso del poema aparece en cursiva y tiene también trazas de cita literaria: Troyes musitaba palabras, musitaba palabras... Antonio Gómez reveló que ese primer verso es la transcripción, casi en sueños, de una frase referida al trovador Chrétien de Troyes. La escuchó una noche en la radio por azar, en plena duermevela, e irrumpió en su mente como una aparición verbal y cognitiva que le hizo interrumpir el descanso y anotarla. “Para mí –dijo– era sólo una imagen, porque los sueños suceden en imágenes”. El verbo se hizo carne. Se hizo imagen consciente. Esas palabras hicieron que la mente de Antonio Gómez compusiera una escena. ¿Reconoció de inmediato en Troyes al poeta medieval? ¿Lo visualizó así, musitando palabras, contando incluso sílabas con los dedos? ¿Qué rostro, qué vestimenta le puso? ¿Fue una imagen fija o en movimiento? ¿Qué otros elementos completaban la estampa? Sólo él lo sabe, si es que aún la conserva en la memoria. 

A mí, la lectura de ese primer verso me obligó a detenerme, pese a que conocía la existencia de Chrétien de Troyes y la ciudad que lo vio nacer. Pensé instantáneamente en el primero, pero consideré también la posibilidad de que Troyes aludiera a un personaje de ficción del propio Saccomano, a quien aún no he leído. Por otra parte, son varios los poemas que llevan por título el nombre de una ciudad, y era lógico pensar que éste también. Al hacerme esas preguntas me formé, pues, tres imágenes distintas: la de un poeta ensimismado susurrando versos; la de un personaje sin rostro de una novela de un autor que aún no he leído; y una panorámica de la ciudad de Troyes con su tejido de sonidos y trajines casi formando, pronunciando, musitando palabras al oído. Todas me parecieron posibles o creíbles, pero la ultima se me antojó la más poética. A fin de cuentas, ¿qué sería de un verso, un poema o un libro sin lectores? Al leer, el lector también juega, toca, pinta, escribe, crea. Cada lector añade algo distinto a un libro y lo transforma.

De modo que, nada más abrir la puerta, el lector es advertido por una cita que cuestiona el mismísimo hilo conductor, la materia prima del libro y de la mayor parte de la obra de Antonio Gómez Ribelles: la memoria. “Es saludable olvidar”. Y el primer verso del primer poema le plantea un enigma que le obliga a detenerse y preguntarse. Traspasado el umbral, al margen de la imagen y la composición que se haya formado, a estas alturas el lector ya sabe que este primer poema contiene enteramente la poética del autor: Tal vez el bosque, el paisaje, la casa te den una ubicación. (...) Tal vez una palabra... (...) Todo es lábil // y los lugares cambian de estado como los insectos / voladores cambian su punto de equilibrio y se desplazan. Nada es firme, todo es inestable; no pocas veces, incluso contradictorio; hasta el punto de que en “Un poco de aceite” (el poema que cierra la segunda sección) Todo se deshace con un remedio eficaz. / Todo se recompone; y en el poema “Mirar” (tercera sección) nada se restituye.


(LA CASA)

Desde hace años, la casa, la ciudad, la memoria y sus vaivenes, los rastros y estragos que el tiempo va dejando en ella, vienen siendo las constantes principales de la prolífica obra pictórica de Antonio Gómez, empeñado en trazar como un cartógrafo un posible mapa de su memoria personal (memoria de lo vivido, pero también de lo no vivido) y en exhumar como un arqueólogo los vestigios y fragmentos que le permitan enfocarla, documentarla, reflejarla, proyectarla..., por decirlo en su sentido más visual (su obra plástica tiene mucho de poesía visual); concediéndose además toda la libertad posible para descifrar, recrear o reflejar los huecos y las ausencias, dejar o no constancia tanto de lo encontrado como de lo perdido por el camino. 

Por diversas circunstancias, la vida de Antonio Gómez fue durante muchos años la de un nómada, especialmente durante su infancia, adolescencia y juventud, lo que ha dejado tras él una estela de desarraigo. Todo es buscar el sitio al que perteneces, había escrito en “Troyes”; pero en el primer poema de esta primera sección (“La casa”) reconoce: Siempre nos repetimos, intentando recuperar algo de todo aquello, (...) No merece la pena escribir, solo buscar / otra manera de crearlo; y en el texto siguiente (“Habitar”): El problema de la casa, de mi casa, es que no existe; lo que le hace concluir que no se trata de habitar, no es eso, no es eso... 

El tercer poema (“Retrato”) es una écfrasis inspirada por el Retrato de Giovanna Tornabuoni, de Domenico Ghirlandaio, en la que el poeta se desdobla en creador y espectador. En realidad, todos los textos del libro son écfrasis, ya que Antonio Gómez piensa y escribe, como hemos señalado, a partir de imágenes. En la écfrasis no cabe la imitación, sino la interpretación, la enunciación, la intertextualidad, y suele desvelarnos menos sobre una obra de arte que sobre el sujeto que la contempla. En su abstracción, Antonio Gómez se autorretrata reflexionando ante una obra de arte sobre el arte en sí. En el cuadro figura este texto latino: Ars utinam mores animumque effingere posses, pulchrior in terris nulla tabella foret, tomado de un dístico del poeta Marcial; pero al copiar el epigrama, Ghirlandaio, a propósito o por descuido, sustituyó la terminación verbal (posset por posses) y convirtió la tercera persona en segunda y el hexámetro en una exhortación exclamativa: “¡Arte, ojalá, pudieras plasmar el carácter y el alma!”. Sin duda era ésa la aspiración de Ghirlandaio, y tal vez creyó haberla alcanzado con este retrato. Pero para Antonio Gómez Siempre hay un lugar de soledad inexpugnable (...) donde nadie ajeno es capaz de entrar (...) sin caer en la ficción, y los artistas construyen su visión y su memoria a nuestra costa. (...) Somos la memoria de los demás (...) Y fuimos lo que no contamos, lo inenarrable por principio...

La casa, como símbolo, está íntimamente relacionada con el pensamiento y con el cuerpo; en ella están representados todos los estratos de la psique, siendo la escalera el nexo de unión entre ellos. En la casa se sueña, se recuerda, se nombra, se comparte, repetimos nuestros actos, se abren los cajones y Los recuerdos tienen un espacio y una imagen, (...) El pasado se esconde en el objeto (...) La realidad es un escenario que diseñamos sobre el sonido de las palabras, (...) el nombre una vez más que viene hacia nosotros, el pensamiento en una imagen convertida en voz (“Huecos”), una imagen que es un eco (“El eco”). Una casa lleva a otra, y ésta a otra, a todas las casas que hemos habitado y nos habitan; a veces –¿a quién  no le ha pasado?– incluso a la casa equivocada en una calle equivocada (“El error”). Lo cierto es que el verdadero espacio, la casa de la que hablamos, sigue dentro de nosotros, permanentemente habitado en el pequeño teatro de la memoria. Guardado por lagartijas. (“Lo real”). Es la casa en la que el dinamismo del recuerdo y la imaginación contrasta con el estatismo de las fotografías familiares: dos niños fantasiosos e infatigables que en la memoria se balancean y saltan de un sillón a otro cuelgan ahora de una pared, los dos sentados, (...) Quietos en un sofá (“Una fotografía”); la casa en la que, por fortuna, a veces, durante un instante eterno, nos visita una luz y todo encaja: Cuadra la rotación del mundo con un rayo de sol / que toca hoy por fin en la ventana y la atraviesa. (…) Cuadra el solsticio de esta casa /con la pared encendida, con el sol / que visita los lugares correctos en el tiempo (“La luz, ya"); la casa en la que darle a los recuerdos un tiempo que haremos nuevo cada vez (“Deshacer la casa”).


(CIUDADES)

La ciudad simboliza el orden, la ubicación, el territorio, y forma parte de la geografía y el paisaje. Esta sección se inicia con una sucesión de recuerdos de una infancia que podría ser la mía, porque forman también parte de la memoria colectiva de muchas generaciones: un aula donde aprendí la forma de las letras y en la que el mundo se llenaba de arañazos en el pupitre, manchas de tinta y frío (“Aula"); un espacio de orden alfabético (“La forma de las letras") o, como dice en “Partícula de prueba”, un lugar donde el orden de una clase imponía el orden del mundo y la educación era impartida por un cura, pantalla negra que da ordenes, manda silencio, cuenta cuentos mentirosos y esconde la realidad con su sotana, castigando, atemorizando y poniendo límites a la mirada, al tacto y al pensamiento; una cárcel, en fin, de la que había que huir y de la que sólo nos liberaría el espacio sin normas del mundo alrededor; porque Siempre supimos que había mundo más allá de las buenas conductas, películas, revistas y libros prohibidos dispuestos a reventar lo que había de sagrado tras la puerta del patio; había, sí, otros mundos que nos ayudaban a Salir de la realidad, buscar la interferencia, vivir lo real. Nos permitíamos entonces hacer cosas incomprensibles, absurdas y crueles, como cazar y destripar lagartijas o esperar sentados en la orilla de la carretera a que algún coche pisara el estiércol de algún caballo. Así llenábamos no sólo el tiempo, sino también el lugar que habitábamos (“Partícula de prueba”).

De súbito, como en el cine, un salto temporal. Pasados los años, aquel muchacho es ya un hombre adulto y regresa a la ciudad, al barrio y a la casa de su infancia acompañado por su pareja, “Ella", la que está hoy a mi lado. Él recuerda una escena terrible con unos perros, Lo más cercano a los lobos que yo he vivido. Lo más cercano al terror cuando volvías tarde a casa. Ella no vivió todo aquello, pero espontáneamente él le pregunta: ¿te acuerdas de cuando me sentaba aquí? Ella responde: Claro que me acuerdo, me lo has contado. Más allá de los reflejos, la gracia y la complicidad que hay que tener para responder eso, ¿hasta qué extremo nuestra memoria personal es capaz de invadir o ser invadida por la de otros?

Pero en este regreso a la ciudad de la infancia también hay desazón y desengaño, porque nada hay más terrible que reconocer todo como era, menos nosotros (“Documentarse”); de ahí que Sólo me salvan las ciudades cuando ya no estoy en ellas (“Cuenca”). Dicho y hecho. De vuelta en su ciudad actual y en sus rutinas, el caminante, acostumbrado a seguir siempre los caminos más cortos, se imagina eligiendo caminos absurdos para llegar al mismo sitio, (...) el más largo, el que más esquinas doble (...) o el que te lleve en verano por las calles más soleadas, sin sombrero; y piensa en lo absurdo no sólo del camino, sino en lo absurdo de la acción, ir, cuando en realidad me gustaría volver por otro camino, y en la importancia del tiempo durante el trayecto como en la necesidad de un tiempo de estar quieto (“Caminos”).

La memoria es una caja de cartón que guarda en su interior fotografías, como piezas de un puzle desordenado a partir del cual podemos revivir nítidamente momentos muy precisos de nuestra vida; pero siempre faltan piezas del rompecabezas y otras muchas no terminan nunca de encajar del todo. En “Deconstrucción”, todas esas imágenes se desvanecen; la caja de cartón se ha convertido en una cámara fotográfica en la que habitan los ácaros, y ello afecta a la película, a las imágenes que capta y a todos los álbumes donde se conservan: devienen con el tiempo en superficies llenas de huecos que acaban por hacerlas desaparecer; pero lo que podría ser considerado una tragedia o una pérdida se vislumbra como una redención: la memoria descubre que es libre para cambiar sus recuerdos a voluntad.


(LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS)

Cuando leemos este título, ¿en qué lugar, en qué estructura, en qué región mental nos adentramos? ¿Qué lagartijas, qué teatros son esos? Yo vi de inmediato las ruinas de un teatro griego o romano y, sobre ellas, numerosas lagartijas tomando el sol. Y, en efecto, en “Piedras blancas”, el primer poema de esta tercera sección, el poeta nos transporta –si no recuerdo mal– al teatro greco-romano de Taormina, en Sicilia, donde las lagartijas le hacen recordar todas las lagartijas que han pasado por su vida: Son las mismas, son clones / de lagartijas que se paran al sol / y corren si te acercas. Se desprende del jersey y se sienta sobre una piedra. Tres puntos suspensivos separan la última estrofa del resto del poema: Hoy ha nevado el Etna / el frío y la lluvia duelen. / En las ruinas no corren / las lagartijas, / no hay piedras calientes, / hoy viven en las sombras. Contra todo pronóstico (sol, ruinas, piedras calcinadas, lagartijas), en esta última sección abundan el frío, el hielo y la nieve. Quiero hacer notar la enorme similitud plástica y sensorial de esta última estrofa con la tercera de las citas que encabezan este escrito, unos versos de Aníbal Núñez pertenecientes a un poema de juventud titulado “Canción del otro día paseando por el cementerio”. Sucede que, a veces, las lecturas mas diversas se conjuran para hablarnos de lo mismo. Llevo siempre varias lecturas entre manos. El azar quiso que cuando Las lagartijas guardan los teatros llegó a ellas estuviese leyendo a Aníbal Núñez, Manuel Padorno y Ezra Pound, entre otros. De repente, así de mágica e imprevisible puede llegar a ser la poesía, los versos de estos tres poetas tan distintos comenzaron a aliarse, a dialogar con los de Antonio, apoyándose unos en otros hasta el punto de llegar a hablar de lo mismo. He querido dar fe de ello con las citas.

Citas como esta de Concha García que preside el poema siguiente (“Frío”): “Procedemos de lugares / donde no nos dejaron detenernos”. En este poema, rodeado de nieve, el poeta siente que El frío es hueco (...). Solo el polvo cae como una derrota, y despierta en su recuerdo a los muertos que nos preceden. A partir de aquí, la escritura, las palabras, los nombres de las cosas, adquieren un nuevo protagonismo que pone de relieve su aleatoriedad, su inconsistencia, su impostura: no hay verdad en lo que escribes. Y el poeta reivindica la supremacía de la imagen. Se cumple así el propósito: que la palabra no diga nada, que no sea palabra; sino únicamente La imagen que volvió serenos a los hombres, les dio calma (“Que no sea palabra”); un hueco en el que respirar, un vacío entre mi mano y la taza (...) un vaho ligero en el que nada tenga voz ni nombre (“Imagen"), porque Nombrar es poseer / crear de nuevo lo que ya existía. / Dibujar es dar nombre a lo visible (“Ruina”). Leyendo el poema “Imagen” recordé la importancia que le daba Pessoa a “los intersticios del conocimiento”. A ellos aludió José Ángel Valente en Elogio del calígrafo: «Tal es el lugar. Ahí precisamente, en ese espacio intersticial, en los intersticios del conocer, está el poema, la obra de arte, un “clasificable desconocido” o ignorado o esencialmente ignoto, que irrumpe en los lugares intermedios, en los lugares de mediación, lugares de alto riesgo...».

El mundo se vuelve gris, y luego azul, y por fin blanco, el blanco aplastándolo todo. Y el poeta se pregunta: ¿Dónde van los colores que se pierden? (“Blanco”) y se ve inmerso en una nada que antes, cuando intentaba ser como un colono, no existía. Entonces leía en las piedras, escribía en ellas, o las coloreaba y sepultaba esperando el regreso (“Colonos”). Perdido el interés por lo nombrado (“Placas azules”) llega la desubicación: Tengo un plano acabado de la casa / (...) No sé colocarme en él (“Dibujando planos”). Solución: el aislamiento, recogerse de nuevo en la intimidad del hogar (el jardín cerrado, el pensamiento), la soledad compartida únicamente con los suyos: De nuevo dentro, en el lugar, protegido de la intemperie, / (...) Y la ventana el acuerdo, poder mirar fuera. Y que desde fuera alguna vez te vean “(La timidez”), sin “nada de qué hacer gala”, como reza la cita de Vladimir Holan que abre el poema “A very gallant gentleman”, que concluye con estos versos: Estoy solo, no haré ningún gesto, / el frío creará el silencio. En este último tramo del libro, el poeta se mete en la piel del explorador Robert Scott y en la del escritor Robert Walser, ambos muertos en la nieve, y piensa en todos aquellos héroes que leímos en los libros (“La tumba de Scott”), tristes héroes empeñados / en morir de nuevo entre los hielos (“Casi imágenes”). Desde ese frío final, el poeta se pregunta Dónde fueron esas cosas / a las que sin embargo dimos nombre y reconoce lo único aprendido, esta sola verdad: que poseer no era eterno.

El libro se cierra con un breve poema dedicado a Vicente Velasco: “Noctilucas”. Las noctilucas son organismos marinos unicelulares que emiten luz como las luciérnagas y otros lampíridos nocturnos. En este poema de tono confidencial y misterioso, aparte de la visita inesperada de estos seres atávicos, se produce también un nuevo y repentino cambio cromático: el blanco luminoso del hielo y de la nieve cede el paso bruscamente a recuerdos y mundos más oscuros, / ensuciados por el polvo y el asedio / de una flor donde morir. Para mí, el poema, además de un tributo al amigo e impulsor de este libro, deja la puerta abierta a lo que, sin duda más pronto que tarde, está aún por venir de la mano de Antonio Gómez Ribelles.

* * *

En fin, todo libro es un trayecto, un viaje, con su principio y su fin. Yo he recorrido Las lagartijas guardan los teatros varias veces y he tratado de contarlo siendo fiel a lo que he visto, oído y sentido; aunque he de decir que eran muchas mis anotaciones y, a la hora de articularlas, me ha quedado no poca tinta en el tintero. Dicho lo cual, no encuentro mejor modo de concluir esta incursión que con las preciosas y precisas palabras finales de la escritora y traductora Natalia Carbajosa en su reseña sobre este libro –el pasado mes de octubre– en El coloquio de los perros:

«Gómez Ribelles ha escrito un poemario que sorprende por la depurada e inspirada transmisión que realiza de sus preocupaciones fundamentales. Depurada, porque no cabe en él la complacencia de la mera anécdota personal, sin voluntad de asomarse un poco más allá de sí misma. Inspirada, porque entre sus páginas, y no a modo de tratado filosófico sino desde la belleza despojada de la poesía, se articulan pensamientos complejos que, al menos en quien esto escribe, han conseguido arrancar más de una vez durante la lectura la siguiente expresión: “sí, es eso, es eso...”. “Eso” que nunca se llega a nombrar del todo, sí; la poesía». 

Aquí tenéis el enlace (no dejéis de leerla):

https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/la-biblioteca-de-alonso-quijano/las-lagartijas-guardan-los-teatros



S. M.
En Murcia, a 30 de junio de 2022.



 


viernes, 10 de diciembre de 2021

'La Edad de Oro. Vida, fortuna y oficio de los escritores españoles en los siglos XVI y XVII', de Francisco Martínez Cuadrado.


LA CORTESÍA DE LA CLARIDAD


Oh venturosa, levantada pluma
 MIGUEL DE CERVANTES 

El pasado jueves, 2 de diciembre, tuvo lugar en el emblemático Museo Ramón Gaya de Murcia la presentación de La Edad de Oro. Vida, fortuna y oficio de los escritores españoles en los siglos XVI y XVII (Editorial Renacimiento, Sevilla, 2020), de Francisco Martínez Cuadrado, en la que tuve el placer y el privilegio de acompañar al autor ante un público generoso y exquisitamente atento y participativo. Sólo eché de menos la presencia de algún periodista local cubriendo la noticia, pues a mi humano entender se trataba de un acontecimiento cultural y literario de primer orden. Pero ni una reseña hubo; ni siquiera dos líneas anunciando el acto en la famélica agenda cultural de los dos únicos periódicos regionales. Y no pueden aducir que no estaban avisados con suficiente antelación... En fin, allá ellos con su desinterés por las actividades que verdaderamente suman y marcan el pulso cultural y educativo de una ciudad. 

La verdad es que ya tocaba. La Edad de Oro fue publicado (y no pudo elegir mejor editorial) hace casi un año y medio, en plena incertidumbre pandémica; una incertidumbre que nos ha afectado en todos los órdenes de la vida y que, de un zarpazo, hizo que encuentros en torno a un libro, un concierto o un recital desaparecieran bruscamente (como nuestros rostros tras las mascarillas); hemos llegado a tal grado de aislamiento que incluso ha anidado en nosotros un considerable miedo escénico. Por suerte, no son pocos los libros que nos han ayudado a paliar y sobrellevar los sobresaltos y la incomunicación. En mi caso, La Edad de Oro ha sido uno de los que más. 

Francisco Martínez Cuadrado (Murcia, 1954), doctor en Filosofía Románica por la Universidad de Granada y catedrático de Lengua y Literatura en los institutos Murillo y Fernando de Herrera de Sevilla —donde reside—es el profesor que todos los aficionados a la literatura hubiéramos deseado tener. Se ha ejercitado durante toda su vida en el estudio, la investigación y la docencia y ha trabajado siempre con las palabras: oralmente en sus clases y a través de la lectura y la escritura, en contacto permanente con los libros y materias que más le interesaron siempre (la literatura de los Siglos de Oro y la poesía contemporánea muy especialmente); volcando, compartiendo su saber en sus ensayos, sus articulos, sus antologías comentadas, sus conferencias..., siempre con la susodicha “cortesía de la claridad” —ya advertida por otros, como veremos— que, como bien recordó Martínez Cuadrado durante la presentación, es la cualidad que Ortega y Gasset demandaba a los filósofos. Yo creo que es una cualidad necesaria en todos los ámbitos y todas las disciplinas, al margen de su dificultad. 

En efecto. Voces más autorizadas que la mía, como la de Juan Lamillar, que ha escrito un prólogo impecable, o la de Ignacio F. Garmendia, quien recientemente reseñó a toda página La Edad de Oro en el Diario de Sevilla, han señalado con toda exactitud las virtudes que quienes ya hemos leído el libro advertimos desde sus primeras líneas. No me resisto a reproducir estas elogiosas palabras de Lamillar:  

«Con una primera mirada a un índice tan clarificador y a una bibliografía que prefiere la selección a la acumulación, el lector adivinará que Francisco Martínez Cuadrado ha realizado un trabajo modélico, fruto de muchos años de investigación, de innumerables lecturas, algunas muy especializadas, y que nos entrega un panorama completísimo, muy bien trabado (pues son muchos los temas que se van entrecruzando), atento a los grandes escritores pero sin olvidarse de otros muchos creadores que completan un panorama literario excepcional. Hay que destacar también la manera eficaz en la que el autor acompasa hechos culturales y sucesos biográficos dentro de una época tan vertiginosa de la historia de España, atento tanto a las corrientes de pensamiento como a los acontecimientos históricos. (…) Gracias a un libro tan erudito y ameno como La Edad de Oro, cada vez que miremos los retratos de nuestros escritores, que nos adentremos en sus obras, podremos comprenderlos mejor». 

Para aproximarnos a la figura de Francisco Martínez Cuadrado, baste con esta breve pero contundente semblanza titulada Genuino afán de la pedagogía con la que Ignacio F. Garmendia acompañaba su reseña:

«Perteneciente a la benemérita estirpe de los antiguos catedráticos de Instituto, el cuerpo por desgracia devaluado que tanto hizo por elevar el nivel de la segunda enseñanza, Francisco Martínez Cuadrado es hombre de plurales saberes y probada devoción cervantina, antólogo del Quijote y autor de una edición de Rinconete y Cortadillo donde volcó su conocimiento y admiración por la obra del príncipe de los ingenios. Excelente conocedor de la literatura áurea y del sustrato intelectual que alumbró el Renacimiento, como se aprecia en su monografía sobre El Brocense, semblanza de un humanista, los intereses del crítico se extienden asimismo a la poesía contemporánea, en particular la de la llamada Edad de Plata a la que ha dedicado, en colaboración con otros autores, dos antologías comentadas. Su experiencia como docente y redactor de manuales se trasluce en la orientación didáctica de su escritura, que suma a la cortesía de la claridad el genuino afán de la pedagogía. Discreto y cordial inductor de entusiasmos, el profesor Martínez Cuadrado ha alentado la vocación de muchos jóvenes poetas y escritores que sienten hacia el maestro y amigo una gratitud profunda».

Poco o nada ni de mejor manera cabe añadir a esas palabras que, ciertamente, expresan lo que sentimos y pensamos quienes hemos leído el libro y conocemos a su hacedor: que La Edad de Oro es, dicho cervantinamente, un ensayo ejemplar en el que cada página vale por diez; un verdadero trabajo de orfebrería en el que su autor ha tenido que invertir muchísimas horas y medir muy bien cada paso. 

Martínez Cuadrado comienza su “retablo áureo” —así titula Lamillar su prólogo— estableciendo los límites cronológicos de la Edad de Oro: mayo de 1526, con el encuentro entre el poeta Juan Boscán y el embajador de Venecia Andrea Navagero, y mayo de 1681, con la muerte de Pedro Calderón de la Barca; para seguir con sus antecedentes, pues la Edad de Oro, como cualquier edad, sea del metal que sea, no surgió por generación espontánea; antes tuvimos las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, La Celestina de Fernando de Rojas, el Cancionero general de Hernando del Castillo y el nacimiento, en 1481, del humanismo español con la gramática Introductiones latinae de Elio Antonio de Nebrija. En 1492 llegarían  la Reconquista y el descubrimiento del Nuevo Continente, y en 1508 la fundación de una nueva universidad, la de Alcalá, más cercana a las corrientes humanistas. A partir de ahí, con una estructura perfectamente cimentada, una terminología que facilita en todo momento la lectura y numerosas referencias bibliográficas que nos permiten profundizar en los temas más concretos, Martínez Cuadrado, como un cineasta que nos hace continuamente ascender a vista de pájaro (a fin de no perder la panorámica general) y descender para detenernos en los asuntos más cruciales, nos ofrece una visión completa, didáctica y documentadísima, de las condiciones de vida de las distintas generaciones de escritores de la época, sus necesidades, sus recursos y oficios, su búsqueda de reconocimiento, su dependencia —no exenta de servilismos— de los favores y del mecenazgo, los entresijos de las justas en que participaban, ¡los premios que recibían!, el filibusterismo editorial al que estaban expuestos, sus academias y escuelas, sus ideales y fobias, sus amoríos, intrigas y pleitos..., conjugando, como bien vinieron a decir Lamillar y Garmendia, la erudición, el rigor y la amenidad.

Bajo esa fórmula se va desplegando todo el libro. Los siete capítulos de La Edad de Oro, con todos sus apartados, están interrelacionados y conforman un mosaico compacto, completo, una unidad, pero pueden abordarse independientemente y en orden aleatorio. Los dedicados al mecenazgo, el viaje a Italia, las justas poéticas, la imprenta, la Inquisición y la censura, el proceso de fray Luis de León... Cada uno de ellos suscita gran cantidad de asuntos en los que merecería la pena detenernos. Pero es en el capítulo segundo donde Martínez Cuadrado pone la lupa sobre el origen, la formación, los oficios y los diferentes medios de subsistencia de los escritores, aspectos ya sumamente relevantes desde la portada, en el propio subtítulo del libro. Entre ellos encontramos primordialmente clérigos, bachilleres, licenciados, doctores, nobles, caballeros y soldados. Desde mi juventud me han llamado la atención especialmente estos últimos. Nada menos que escritores como Cervantes, Garcilaso, Francisco de Aldana, Bernal Díaz del Castillo, Alonso de Contreras, Alonso de Ercilla o Luis Carrillo y Sotomayor fueron militares... Aldana y Garcilaso murieron en batalla, y Cervantes recibió más de un arcabuzazo. Me produce un gran choque mental imaginarlos, por un lado, en el fragor de la lucha, matando gente entre gritos y cañonazos; por otro, escribiendo maravillas en los momentos de reposo. Incluso entre las pocas escritoras de la época que han trascendido, y que sin duda merecerían un capítulo aparte —muy bien traída en ese apartado, por cierto, Judith, la hipotética hermana de Shakespeare imaginada por Virginia Woolf—, encontramos a Catalina de Erauso, conocida como la Monja Alférez. Pero también hubo escritores con oficios más modestos: artesanos, oficiales o mecánicos de taller... Sin ir más lejos, nuestro paisano, el muleño Ginés Pérez de Hita, fue zapatero; aunque sin duda el caso más singular es el de Agustín de Rojas Villandrando, conocido como el “Caballero del Milagro”, un auténtico buscavidas que trabajó de mercero, de actor, incluso de portero de teatro; llegó a escribir sermones para curas perezosos y, según cuenta la leyenda, a mendigar y delinquir para llevarse algo a la boca. 

Entre aquellos escritores, los poetas formaban un mundo aparte, y creo que la cosa no ha cambiado mucho desde entonces. Escriben por vocación y afán de reconocimiento y procurando la protección de algún mecenas. Recuerdo estos versos de Cervantes en su Viaje del Parnaso: “Absorto en sus quimeras y admirado / de sus mismas acciones, no procura / llegar a rico como a honroso estado”. Pero la mayor parte de ellos murieron sin ver publicados sus poemas. Son, como bien dice Martínez Cuadrado en el libro, el paradigma de la pobreza. Estaba incluso mal visto escribir versos. Lope advierte a su hijo Carlos Félix del peligro de hacerlo. Los poetas llegan a ser considerados una plaga. Ríete tú del coronavirus. “Poetas de rapiña", los llama Quevedo en La casa de los locos; y Cervantes escribe en el citado Viaje del Parnaso: “Ni a calidades ni a riquezas miran, / a su ingenio se atiende cada uno / y si hay cuatro que acierten mil deliran”, para terminar describiéndolos como una “apretada enjambre”, que rimaba con “este muerto de sed, aquel de hambre", y exclamando: “¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!". 

Lo cierto es que aquellas mentes privilegiadas tuvieron en su contra, por un lado, el analfabetismo, que alcanzaba al ochenta por ciento de la población; por otro, a los braseros de la Inquisición, beatos, censores impertinentes y melindrosos como Juan de Zabaleta, que los ninguneaban y acosaban obsesivamente. Aunque se bastaban solos para ensañarse sin piedad unos contra otros. Difícilmente podemos encontrar tanta inquina en cualquier otro período de nuestra literatura.

Podríamos detenernos en otros muchos aspectos, pero los dejo ya en manos del futuro lector, que avisado queda... Lo importante en cualquier libro no es tanto el género o el qué se cuenta como el tono y la forma en que se cuenta para que llegue a interesarnos. Todas las reseñas, juicios o comentarios sobre La Edad de Oro que he leído y escuchado, incluso los de los lectores menos familiarizados con el tema, coinciden plenamente y denotan admiración y gratitud; porque aunque Martínez Cuadrado se esfuerce en decir que no quiso hacer un ejercicio de erudición, o que se trata de un trabajo didáctico o de divulgación, nos encontramos ante un libro que transmite y contagia el entusiasmo, escrito con pasión e inteligencia, que se lee con la fruición de una buena novela y se entiende y visualiza con la fluidez de una película sabiamente dirigida; o, dicho de otro modo, un libro que se vive como un viaje en el tiempo y nos revela un tramo importantísimo del largo camino que nos trajo hasta aquí, incitándonos a recorrerlo y a profundizar en él. Es decir: Martínez Cuadrado no sólo recupera, nos introduce y guía en ese camino, haciéndonoslo más fácil, sino que nos lo ensancha situándonos de continuo ante múltiples encrucijadas, puntos de llegada y de partida, vasos comunicantes que azuzan nuestra curiosidad y nos animan a indagar siquiera un poco para aumentar nuestra perspectiva. Por poner sólo un ejemplo: Lope de Vega nos llevaría a su discípulo predilecto, Juan Pérez de Montalbán (qué espíritu el de este personaje, hijo de Alonso Pérez, el editor de Lope) y éste a la poeta portuguesa Bernarda Ferreira de Lacerda, a quien dedicó su Orfeo en lengua castellana a la décima musa. En esta era digital, con un solo dedo accedemos a todas las enciclopedias, bibliotecas y museos del mundo. No hay más que teclear el nombre de cualquiera de esos personajes para obtener de inmediato abundante información sobre ellos. Pero eso no sería posible sin un ensayo tan vivo como La Edad de Oro entre las manos, un libro para disfrutar a la par que aprender, en el que nos asombran tanto el orden, la articulación y la claridad como la capacidad de Martínez Cuadrado para conseguir escribirlo, aparentemente, sin esfuerzo. Pero escribir un libro como este requiere muchos años, mucho amor y mucha pasión por nuestra literatura y nuestra historia, de las que todos somos —lo advirtamos o no— un reflejo y una consecuencia. 

No puedo dejar de destacar que La Edad de Oro nos devuelve, además, un buen número de términos y expresiones ya en desuso o en serio peligro de extinción, como los referentes a los oficios y los ambientes que los propiciaron: “batihoja", “cuadralbo", "aristarco", "zoilo"... Tampoco los escolios o comentarios personales que el autor va incorporando al cuerpo de la narración, siempre bien traídos e inteligentes. 

Como buen humanista, cumpliendo con la máxima horaciana de “enseñar deleitando” en contraposición a aquella otra abominable de "la letra con sangre entra", lo que el profesor Martínez Cuadrado acerca y ofrece al lector es una revisión, una revisitación y una revitalización de nuestros Siglos de Oro. Todos hemos sido estudiantes, en realidad nunca dejamos de serlo —algunos más que otros, también hay que decirlo—; lo importante es cómo orientamos nuestra educación y nuestro estudio. No puede suceder nada mejor que un estudiante llegue a convertirse en un estudioso, picado siempre por el gusanillo de la curiosidad. Y si la educación y la cultura son los pilares de todo país avanzado que se precie de serlo (hoy más que nunca es necesario insistir en ello), el nivel de compromiso de una sociedad ha de verse reflejado también en la consideración y el reconocimiento hacia quienes trabajan y se desviven por ellas. La Edad de Oro merece estar, debería estar ya, en las estanterías de todas las bibliotecas públicas, de todos los institutos, de todas las universidades. Porque estoy persuadido de que en un futuro no lejano será un libro de referencia para docentes, estudiantes, estudiosos o, simplemente, lectores curiosos que quieran tener una visión completa de este importantísimo período de nuestra historia; y de que iremos viendo sucesivas ediciones que ojalá se distribuyan como el libro se merece por todos los países de habla hispana. Me atrevo a imaginar, a aventurar incluso (porque soñar es gratis, pero también necesario para cambiar el mundo), que será traducido a varias lenguas y obtendrá una indiscutida relevancia fuera de nuestras fronteras.







El autor firmando el libro de visitas del museo y distintos momentos de la presentación. 
[Fotografías de Inmaculada Guarinos]

domingo, 1 de noviembre de 2020

Tomás Salvador González: 'De aleda a aldea' (Universidad de León, 2020). [Selección, edición y prólogo de Luis Marigómez].



La voz del escondido 


El verano que se fue, sin duda el más extraño y desconcertante de nuestras vidas, ha sido sin embargo pródigo en regalos a mi persona. Dos de ellos son para mí especialmente valiosos y entrañables, pues conciernen al poeta Tomás Salvador González (Zamora, 1952-Móstoles, 2019), a quien no dejo de recomendar desde que lo leí por primera vez y por quien siento cada día mayor admiración. Sobre él escribí largo y tendido hace unos meses con motivo de la publicación, poco después de su fallecimiento, de su libro Restos de infancia (Freire:edición, Madrid, 2019), un libro híbrido –y el primero propiamente dicho– que Tomás Salvador no llegó a ver publicado, aunque lo estructuró, supervisó y colaboró en su edición de principio a fin, e incluso llegó a tener las primeras galeradas en sus manos. 

Mientras escribía aquella reseña me llegó la noticia de la inminente publicación de un nuevo libro de Tomás, del que ya entonces me hice eco: De aleda a aldea (Universidad de León, 2020). A finales de agosto, tras treinta y cuatro días de incierto y complicado periplo desde que partiese de León y cuando ya lo dábamos por perdido, lo recibí por correo postal gracias a la mediación de un amigo. Una completa maravilla, tanto por la cantidad, calidad y cualidad de su contenido como por la cuidadísima edición a cargo de Luis Marigómez, amigo del poeta, antólogo y artífice del proyecto. Tan redondo ha sido el resultado como cargado estaba de razones y motivación. Imagino lo orgulloso que se sentiría Tomás al ver reunida esta amplia muestra de su poesía visual en un libro tan magníficamente auspiciado y editado; muestra que se vio reforzada en septiembre con una gran exposición, también comisariada por Luis Marigómez, en la sala de exposiciones de la Biblioteca Pública de Zamora, que este mes de noviembre se trasladará a las salas de El Albéitar, en León. 


Aleda es el nombre de la cera con la que las abejas untan por dentro sus colmenas. Tomás Salvador González tituló así uno de sus primeros libros, publicado artesanalmente en 1988 por Ediciones Portuguesas; Aleda es una hermosa suite en doce movimientos que más tarde conformó la primera sección de La sumisión de los árboles (Ave del Paraíso, 1996). Aldea, por su parte, es una de las palabras más usadas por Tomás a lo largo de toda su obra y también el título del penúltimo cuerpo de poemas –y el más extenso– de Siempre es de noche en los bolsillos (Papelesmínimos, 2014). Hoy podemos encontrarlos en su Poesía Reunida, Una lengua que él hablaba (Dilema, 2018). 

Tomás Salvador González vivió de niño en una aldea, “y en ese viaje –nos dice Luis Marigómez–, de la cera de las abejas a la primera niñez, quizá puedan agruparse buena parte de los intereses, de los logros de su obra, sin distinciones entre la parte plástica y la discursiva. De ahí el título de esta selección, De aleda a aldea”. 



Marigómez, autor también de las fotografías de los collages que lo ilustran (maquetadas y digitalizadas posteriormente por Juan Luis Hernansanz Rubio) ha articulado el libro en diecisiete apartados cuyos títulos componen por sí solos una suerte de poema que sintetiza el universo de Tomás: ¿Poética?, Espantapájaros, Luz, Titulares, Palabras y colores, Cajas, Franjas, Cartas, Rostros, Celosías, Azul, Sin palabras, Ajedrez, Parejas, Texturas, Servilletas y Aldea; diecisiete capítulos que, según Luis Marigómez, “podrían ser más, dentro de lo que he podido analizar, y con seguridad aún queda un número significativo de poemas por descubrir. Las pretensiones aquí se limitan a ser una primera mirada a una obra que hasta ahora es en buena parte inédita y, a mi entender, de enorme importancia poética y plástica”. 



Los vehículos y herramientas de la poesía no sólo se circunscriben al mundo de las palabras. Tomás Salvador González no se servía caprichosamente ni al tuntún de los distintos métodos vanguardistas, sino que los utilizaba como una vía más para expresar su manera de ver y entender el mundo. En palabras de Luis Marigómez, “no intentó inventar nada, a la manera de las vanguardias, tan vivas en el periodo de entreguerras; pero, lejos de considerar sus descubrimientos un sarampión pasajero, como hacen muchos, utilizó esos recursos para expresarse, como un paso más allá del inicial de ruptura con lo establecido”. Todo ello queda patente en esta espléndida publicación, firme reivindicación de un poeta absolutamente imprescindible para todo amante de la poesía verdadera. Enhorabuena a Luis Marigómez y a cuantos la han apoyado y propiciado, muy especialmente a los directores de la colección Caligramas de la Universidad de León, Roberto Castrillo y José Luis Puerto, por afrontar la responsabilidad de publicar un libro de tamaño calibre –con el nivel editorial que ello exige– y materializarlo tan impecablemente. Ojalá que iniciativas como esta se sucedieran y multiplicaran por toda nuestra geografía, con el correspondiente y oportuno trasvase entre los diferentes territorios... 



* * * 

El segundo regalo, también para mí de un valor poético y emocional incalculable, partió de las mismas manos amigas y me llegó igualmente por correo postal (aunque en un plazo mucho más razonable): un CD con la voz de Tomás Salvador González registrada los días 26 y 27 de junio de 2011 por Pedro Ángel Almeida, músico, escritor y amigo del poeta, y que lleva por título Todo ansía prender (primer poema de la grabación). Tomás leyó una selección de poemas de su libro Siempre es de noche en los bolsillos a falta aún de tres años para su publicación. Posteriormente, Almeida, con el beneplácito de Tomás, intercaló entre los poemas una excelente selección de fragmentos musicales del grupo Tin Hat, concretamente de su disco The Rain Is A Handsome Animal, “inspirado en la poesía de E. E. Cummings, que Tomás conocía perfectamente". 


He escuchado varias veces el CD y es una gozada; poder oír sus poemas naciendo de su boca, sentir su voz tan presente y tan cercana –¡y en mi propia casa!– es impagable. Al contrario de lo que sucede con casi todos los poetas, Tomás recitaba sin ningún tipo de adorno o afectación, con voz grave, serena, cálida, confidencial, polifónica y crepitante, entremezclada con el flujo de su respiración. A veces llega a apreciarse, muy levemente, el roce de sus dedos al pasar las páginas. 

 * * * 

Pero esto no es todo. A tan decidido y merecido impulso a la obra de Tomás Salvador González se ha sumado otro sumamente trascendental: el pasado día 24 de octubre se presentó en la 65 Edición de la Seminci de Valladolid El tiempo robado, un largo documental sobre la figura de Tomás rodado este verano y dirigido por Juan Carlos Rivas que nos adentra en un mosaico de imágenes y testimonios en el que su familia, sus amigos de toda la vida (muchos de ellos compañeros de generación) e incluso algunos de sus colegas y alumnos del instituto en que impartió clases, evocan al poeta, al amigo, al profesor, al hermano, al padre, al compañero de viaje que fue Tomás, compartiendo anécdotas y recuerdos y dando fe de su talla humana y su trayectoria vital. Se palpa que para todos ellos Tomás fue y sigue siendo un referente y, pese a su vida discreta y retirada, un gran conciliador y catalizador de energías y sinergias allá donde se encontrase. En suma: un creador. Se crea con lo que se tiene. Y con lo que uno se procura. Nada es poco. Todo es mucho. "El más pequeño palitroque / puede volverse cepa en la memoria".


Aquí podéis ver uno de los tráileres promocionales de la película. Y aquí oír las palabras que le dedicó Juan Carlos Rivas minutos antes de su presentación. 

Creo oportuno, finalmente, traer el poema que dio lugar al título del documental (el penúltimo de los ocho que componen la sección ‘Las casas', de La sumisión de los árboles): 

El tiempo libre 
para comprender que no hay tiempo libre 
sino el robado. 
La casa propia 
para dejar la llave en la cerradura: 
no hay penumbra acogedora, 
no hay silencio 
ni espacio 
sin el murmullo de los otros. 

* * * 

Sin duda, 2020 está siendo, pese a la inquietante situación actual, el año de Tomás Salvador González. “¿Quién de vosotros vela la voz del escondido?”, nos preguntaba, nos sigue preguntando el poeta desde el último verso del primer poema de Aleda. Hoy más que nunca esa pregunta se carga de significado y hoy más que nunca conocemos su respuesta. Tan importante impulso a su obra y su figura, todos estos tributos y trabajos gustosos de quienes lo conocieron y acompañaron, bien merecen viajar y cruzar fronteras. Los futuros lectores de Tomás lo agradecerán infinitamente.





jueves, 18 de junio de 2020

'Hasta que nada quede' (Poesía reunida 1978-2019) Vol. I - Obra publicada [Chamán Ediciones, Albacete, 2019], de José Antonio Martínez Muñoz




LO QUE QUEDA DE TODO 


Una vez retomado este camino, no puedo dejar pasar por más tiempo la ocasión de hablar de otro de los libros que más me han acompañado durante estos últimos meses: Hasta que nada quede (Poesía reunida 1978-2019) Vol. I - Obra publicada, del poeta y periodista José Antonio Martínez Muñoz.

Sólo hay que sostener este libro de libros entre las manos y hojearlo unos instantes para imaginar el reto y el esfuerzo que ha debido suponer para el poeta y los editores conseguir sacarlo a flote, sobre todo por la abundancia, el tratamiento y la inusual disposición de determinados signos gráficos y espacios intercalados, que forman, tanto como las palabras, parte esencial de la escritura de José Antonio.

Libro de libros, sí; todo lo publicado hasta el momento por el poeta (nec aliquid retinendum, moanin' (some blues), nocturno para saxo, silva de alba maleva, uno, la lluvia en el cristal, nada, nadie y el viento de la Gehena) más dos libros inéditos (fragmenta y oscurana). En un principio eché de menos médanos (Emboscall Editorial, Vic, Barcelona, 2001), una pequeña joya minimalista que formó parte de la colección Ciclos, dirigida por Carlos Vitale; pero enseguida deduje que, al tratarse de una edición no venal, la veremos incluida entre el material inédito del segundo volumen de Hasta que nada quede.

Yo, como es natural por la vieja amistad que nos une, excepto los inéditos fragmenta y oscurana, he venido conociéndolos todos ellos a lo largo de los años conforme fueron naciendo en editoriales muy diversas, y hoy ocupan un lugar preferente en mis estanterías. Pero, la verdad, poder tenerlos ahora todos en la mano formando un mazo indivisible; poder acceder a toda su obra publicada, revisada y ordenada de una sola vez, me produce un gustazo infinito.

El poeta León Molina en su prólogo impagable (nadie podría haber escrito una semblanza más profunda y cabalmente ajustada al poeta y a su obra, al hombre y al amigo) y, posteriormente, magníficos poetas como Carlos Alcorta y Pilar Blanco, entre otros, han dado ya buena cuenta del body & soul de este voluminoso primer volumen; de los territorios surcados en cada uno de los libros que lo conforman; de los escritores y poetas que más le han marcado y acompañado en su camino; de “los equilibrios de intertextualidad”, por tanto (León dixit), que lo pueblan; de la presencia constante de la música, el amor, el desamor, la soledad, la nada, la desposesión, el silencio, la muerte... Yo, aunque también se ha nombrado (y siempre que hablamos con o de José Antonio la tenemos presente), quiero incidir en una de sus principales señas de identidad: su humor sempiterno, lúcido y proverbial; su inagotable ingenio repentista aflorando siempre al quite del peso de todo lo anterior, unas veces de modo más festivo y socarrón, otras más descreído y amargo; pero nunca dañino, siempre sutil, irónico y oportuno. Y confieso ahora que, gustándome y admirando todo lo que ha publicado, siento una predilección especial, casi juvenil, por moanin' (some blues); y no sólo por el tema y por la forma: sin duda influye el hecho de que, hace veinte años, compuse e interpreté en directo, acompañándome de un pequeño shaker y una armónica, un blues para el poema so long, so lone blues con motivo de la presentación de médanos en el café-bar El Albero:

(aúlla el viento) qué largo este camino
mis pies ya no entienden a mi cabeza
tanto tiempo (vuelan papeles a mi lado)
tan largo (mi sombra se aleja)

la noche ha sido larga y fría
el saxo ronca como un gato enfermo
un blues tras otro y otro todavía
al alba sale un tren al infierno

También porque Moanin' es el título de una composición del pianista Bobby Timmons que dio nombre a un mítico álbum del baterista Art Blakey y sus Jazz Messengers en 1959 y, a su vez, el de uno de mis temas predilectos de Charles Mingus, incluido en su álbum Blues and Roots y compuesto más o menos por aquellas mismas fechas. Aconsejo encarecidamente la escucha de ambos como complemento de la lectura de los nueve blues que componen este conjunto, publicado en su día como una plaquette monográfica de la revista Octubre, dirigida por Jesús Bellón.

Y, como escribo desde mi camino y me siento cómodo hablando del amigo,  voy a permitirme compartir unos pocos recuerdos íntimos.

José Antonio y yo nos conocimos, Rimbaud mediante, a principios del verano de 1974 en Lo Pagán, concretamente en el balneario Villa Teresa de la playa de Villananitos. Él tenía aún catorce años y yo dieciocho, aunque más bien parecía lo contrario (doy fe de que a esa edad era ya el hombrepalabradivulgador con perspectiva histórica al que se refiere León Molina en su semblanza). La empatía mutua prendió desde el primer momento y nos hicimos colegas inseparables (“socios”) durante dos largos veranos. Aprendí mucho con él, con millones de risas de por medio. Me descubrió el mojito cubano, meticulosamente preparado por él mismo, ya en nuestra primera noche de plática en el patio de su casa, mientras su familia dormía. Una de sus aficiones, tan importante como la música y la literatura, era la aeronáutica. Se gastaba un pastón en maquetería y pinturas para construir y coleccionar todo tipo de aviones, y cada vez que un avión atravesaba el espacio aéreo de Lo Pagán, José Antonio nombraba en voz alta el modelo y el año de fabricación. Conocía los aviones incluso sin mirarlos, por el sonido de sus motores, como un can reconoce los ruidos del coche de su dueño. Tuve el privilegio, también he de decirlo, de ser uno de los primeros en leer sus primeras incursiones en la poesía, esos poemas que muy probablemente ya ni existan o difícilmente vayan a ser publicados alguna vez.

Todo esto ocurría, como digo, en Lo Pagán. El resto del año, en Murcia, él tenía su círculo de amigos y yo el mío, aunque con el tiempo también fueron entrelazándose. Pocos años después, José Antonio marchó a Madrid a estudiar periodismo, hospedándose en un colegio mayor conocido popularmente, según me rectifica ahora él mismo porque en mi memoria estaba convencido de que se trataba del San Juan Evangelista, y así lo tenía escrito, como El Negro por el color de su fachada (lo que no deja de ser curioso y oportuno, teniendo en cuenta que era el colegio vecino al templo del jazz mundial), a donde fui a visitarlo alguna vez. Entre medias, hice la mili, también en Madrid. Pero esa es otra novela.

He sido, pues, testigo en primera línea de su evolución como poeta y de los sucesivos cambios de registro que, sin dejar de ser nunca él mismo, ha venido incorporando en cada uno de sus alumbramientos. La obra de José Antonio es un multiorganismo formado por embriones en permanente estado de gastrulación, por el que cada capa crea y absorbe otras capas hacia dentro que lo ensanchan también hacia fuera. He sido, igualmente, testigo de sus metamorfosis físicas: ora con barba, ora sin barba, más o menos hippie, más o menos rockero, más delgado, más obeso, con melena, con perilla, con tupé... Todos sus looks los ha ido incorporando y digiriendo con absoluta naturalidad y siguen presentes en él; y, cómo no, están implícitos en su obra; una obra poliédrica, multiforme y, ya desde sus inicios, plenamente diferenciada de las del resto de poetas murcianos de todas las generaciones.

Porque José Antonio constituye un verso concienzudamente suelto (libre), y no sólo en nuestra región. Fiel siempre a su instinto, inmerso en su soledad acompañante y envuelto en el humo de sus Habanos, José Antonio se ha hecho a sí mismo y, a su vez, nos ha ayudado a hacernos a nosotros. Una vez ante él, nadie se va de rositas. Es un referente, una autoridad y un auténtico chamán en nuestra tribu. Basta oírlo recitar, presentar un libro, entrevistar a un autor o hablar de cualquier cosa para advertir, lo conozcamos o no, una voz (una música) sin parangón posible; una voz que escucha (porque se escucha a sí misma), interpreta y hace propias las voces que le llegan (que le tocan), no para apropiarse de ellas, valga la paradoja, sino para incorporarlas a la suya, rendirles su tributo y compartir su gratitud. Es un voraz lector (receptor) y un veraz intérprete (transmisor) de cuanto le rodea; su obra es, por ello, un coro de voces clásicas (algunas ya casi perdidas) y contemporáneas (algunas ya casi ignoradas), en el que caben muchas músicas y lenguas. Y aunque a veces se desmarca abiertamente de determinadas escolásticas y corrientes más mediática y editorialmente impulsadas, las conoce al dedillo y las respeta.

Sólo un par de apuntes más, para terminar de perfilar ya no al amigo, sino al poeta.

Por un lado, abundar un poco en un aspecto de su obra del que, creo, aún no se ha hablado mucho: su querencia al teatro, género al que José Antonio nunca ha dejado de hacer guiños (y al que, por otra parte, la poesía universal siempre ha estado ligada); desde el teatro clásico (Aristófanes, Eurípides, Sófocles, Esquilo), pasando por Shakespeare y nuestro Siglo de Oro, hasta el teatro de vanguardia (Alfred Jarry, Artaud, Ionesco, Beckett). Incluso alguna vez hemos trabajado o colaborado juntos en ese ámbito. Baste mencionar su adaptación de El Cíclope de Eurípides para la Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia en 1988, en la que participé como actor y como músico y que tuvo un excelente eco en la crítica regional y nacional. Fue dirigida por Vicente Cifuentes y su estreno en el Teatro Romea, en octubre de aquel año, fue un auténtico bombazo.

Sí, el espíritu del teatro está también muy presente en la obra poética de José Antonio. Unas veces, de modo más o menos velado; otras, a degüello, ateniéndose a todos los cánones, como en su poema escénico dramatis personae, incluido en oscurana (una pequeña maravilla más entre las muchas de este libro).

Por otro lado, quería redundar brevemente en su labor, más allá de los veinte años conduciendo su programa radiofónico Las personas del verbo, como divulgador, catalizador, dinamizador de todo lo que se cuece dentro y fuera de nuestras fronteras; en su inquebrantable compromiso como activista cultural. Ha organizado incontables ciclos y recitales, ha presentado mil actos literarios y ha sido invitado a otros mil; y, en los mil que no, ha hecho acto de presencia la mayoría de las veces. Todos hemos pasado por sus manos, su micrófono y su voz, que a su vez han sido el puente por el que hemos accedido a otros muchos poetas y narradores.

No, no concibo, no quiero ni imaginar, en el ámbito cultural y literario de la época que me ha tocado vivir, una Murcia sin José Antonio. He tenido la suerte de ser su “socio" y su hermano, de momento, durante los últimos cuarenta y seis años. Y sin altibajos. Pero, dejando a un lado nuestra amistad, he de decir que, de no haber ésta existido o de haber sido distinta, mi opinión como lector sobre el poeta y su obra sería exactamente la misma.

Vaya, pues, mi enhorabuena y mi gratitud a todos los que han hecho, están haciendo posible Hasta que nada quede. Para mí es una de las empresas literarias y editoriales más importantes de los últimos años, no sólo en nuestra región (donde por múltiples y bien fundadas razones lo es sobremanera), sino en toda la geografía nacional.

Comparto, para finalizar, una instantánea de la presentación de su primer volumen, el 17 de octubre de 2019 en la Librería Colette Letras y Tragos de Murcia, en la que José Antonio lee y León Molina escucha:


¡Y aún nos queda un segundo volumen...! ¡Casi nada, socio!


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